BOLIVIA – LOS HIJOS DE LA LEY 1008 (y II)

Más de un millar de niños vive en las cárceles bolivianas. El 18% del total de población penitenciaria del país. Son los hijos de mujeres y hombres campesinos que fueron detenidos a raíz de la aprobación de la llamada Ley 1008 que castiga severamente el cultivo de hojas de coca. No son traficantes. Lo llevan haciendo desde hace miles de años para el autoconsumo, por tradición, para combatir el hambre y la miseria. El problema se ve agravado porque son las mismas madres las que tienen que mantener a sus hijos, pagando hasta para que les den una cama.

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Hijos de presas que asisten al Centro de Apoyo Integral Carcelario y Comunitario (CAICC).

FOTO  ©   Raquel Cortés Fernández

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Por Melissa Silva Franco y Raquel Cortés para GEA PHOTOWORDS

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Es una infancia entre barrotes; jugar con la conciencia de que existe una la línea fronteriza  entre la libertad y la vigilancia; es una niñez que tiene el color de los muros, la mirada de los policías y de la puerta prohibida. La calle como utopía. Desde sus primeros años de vida, más de un millar de niños pasan su existencia en las cárceles bolivianas.

Son los hijos de mujeres y hombres campesinos que han sido detenidos en estos 12 años en Bolivia, a raíz de la aprobación de la Ley 1008, de Régimen de la Coca y Sustancias Controladas. Esta norma castiga severamente el cultivo de hojas de coca por ser una actividad relacionada con el narcotráfico, a pesar de ser una práctica milenaria en las zonas rurales de este país andino.

Daniel es uno de estos niños. Tiene alrededor de 11 años y confiesa que le gustan los sombreros. “Cuando quiero olvidarme de dónde estoy, me llevo el sombrero hasta los ojos. Así ya no veo nada y pienso en mis cosas.Por eso es importante que sea un sombrero grande”. Su testimonio simboliza el del restro de vidas que ocurren al margen de un país del que no forman parte activa de los programas de desarrollo, ni de acceso a los derechos más fundamentales.

La Defensoría del Pueblo en Bolivia asegura que en las 54 cárceles y nueve comisarías activas, se registró un total de 7 .782 personas privadas de libertad que conviven con sus hijos. Los niños constituyen 18% de la población carcelaria del país. Según datos del Régimen Penitenciario, como Daniel hay exactamente 1.056 niños -el doble, según los medios de comunicación- que están no sólo en las cárceles de mujeres, sino también en las de hombres, si sus padres no tienen quién los custodie mientras cumplen la condena.

“Toda mi familia caímos en la cárcel por la 1008, y ¿dónde iba a dejar a mis guagüitas (hijos)? No las podía dejar a la suerte. Así que aquí están conmigo. Ya dos de ellos se han ido porque han crecido, pero queda una a la que cuido mucho”, cuenta María quien permanece en la cárcel San Pablo de Quillacollo desde hace cuatro años y que aún no ha sido enjuiciada y por tanto no se ha demostrado si cometió o no el supuesto delito imputado.

COMPARTIENDO EL DESTINO DE MAMÁ


El abogado Jorge Marval explica que la Ley de Ejecución Penal y Supervisión establece que en las cárceles pueden permanecer niños menores de seis años, “pero el Estado ha hecho una concesión para que puedan quedarse con sus familias hasta que cumplan de 16 a 17 años”. Pero esta flexibilidad no abarca la atención de estos chicos ni en el plano educativo, de salud o económico. La mayoría se encuentra sin ningún tipo de asistencia social oficial. Muchos terminarán por compartir el destino de sus padres: convertirse en seres invisibles para la sociedad.

La lucha de más de 3.000 mujeres detenidas por la Ley 1008  -campesinas en su mayoría- se ve redoblada al tener que asumir también la manutención de sus hijos en las ya precarias condiciones de las cárceles bolivianas. Estas mujeres trabajan para pagar la educación, un sitio dentro de la cárcel, ropa, calzado y por supuesto alimentación. Para ello, realizan largas jornadas de hasta 12 horas de trabajo como lavanderas o tejedoras.

“Yo tuve que pagar 600 bolivianos (70 dólares) para poder tener una de las camas donde dormir con mi hijita. La primera semana entré y tenía que dormir en los bancos, porque aquí todito lo tenemos que comprar nosotras mismas (…). Así que agarramos turnos para lavar ropa de afuera y con eso puedo llegar a ganar como 10 bolivianos a la semana”, detalla Cándida, quien cumple una sentencia de 10 años.

El abogado Marval acota que la salud y la educación son los derechos cuyo acceso tiene más limitado la población infantil en las cárceles. “Por ejemplo, el Estado garantiza la salud gratuita sólo hasta los dos años y a partir de allí, los padres deben asumir los gastos y obviamente una mujer en la cárcel es incapaz de poder comprar medicina o hacerse examen médico alguno”.

El gobierno boliviano no tiene cifras oficiales sobre el tipo de enfermedades que pueden padecer los niños que cohabitan en las cárceles. Tomando como referencia las denuncias de ONG internacionales: desde 2009 el mal de chagas, la hepatitis, la tuberculosis y las enfermedades de trasmisión sexual son las referencias disponibles sobre los padecimientos de la población reclusa.

Tanto madres como niños enfrentan sus dolencias sin el seguimiento médico adecuado. “Si ni siquiera nos alcanza muchas veces para comer, mucho menos para pagar una medicina. Desde hace 10 años me duele la barriga, no ha dejado de crecerme desde una paliza que me dio mi esposo. Pero estando en la cárcel, sin ser enjuiciada, aún no tengo derecho a que me lleven a un hospital”, cuenta Simona, una de las 23 mujeres que viven en la cárcel San Pablo.

A la par de la salud, otra de la gran ausente es la oficina de apoyo integral a los niños que la Ley de Ejecución Penal y Supervisión dicta que debe existir en cada centro de reclusión.

“Muchos de los niños han nacido en la cárcel o están desde muy pequeños en ellas. Es bastante común que no tengan conciencia de que viven privados de libertad. Ellos no hablan de cárcel, sino de ‘mi casa’. Está claro que a medida que crecen se van topando con una realidad muy dura y la falta de una oficina de apoyo integral cala negativamente en el desarrollo emocional de estos niños. Hay algunos que comienzan a conocer lo que es la depresión, por ejemplo, a los cuatro años de vida”, explica la psicóloga infantil Yesenia Lugo, desde La Paz.

UNA ESPERANZA



La desidia abandona a estos niños, una vez que cruzan la puerta principal de la cárcel.

Un bus pasa cada mañana por las seis cárceles de Cochabamba para recoger a unos 200 niños que salen para asistir a la escuela y luego al Centro de Apoyo Integral Carcelario y Comunitario (CAICC), un hogar donde los pequeños corretean, juegan, no paran de hablar, de pintar, de hacer cursos de fotografía, judo, a través de un abordaje integral que incluye nutrición y educación.

La puerta está siempre abierta. Es la casa con más risas de toda la calle. Parece que hace más sol adentro que en la propia calle. Todos los recovecos están llenos de niños que juegan, otros vocean buscando a la tía Delia, a la tía Zulema, o si de pronto aparece Verónica van abrazarla, a que les cosa un pantalón, a enseñarle un baile o algo que pintaron…

La casita del CAICC parece una colmena. Detrás de cada puerta se escuchan las voces diminutas queriendo comerse las horas. Pintan con las manos cargándoselas de colores y llenan  el cuadro de su amiga. De todas las paredes cuelgan fotos de los chicos, disfrazados, cocinando tortas, sonriendo, con las medallas de judo. Por los pasillos corretean algunos como si se hubiesen escapado de algún rebaño y algún chico mayor le sigue detrás cuidando de que no se vayan lejos.

Delia Flores es una de las fundadoras y actual educadora. Su familia son estos niños; el CAICC su casa también. Siempre está atenta. Se pierde entre los niños que conversan unos con otros. Se intercambian un poco de arroz a cambio de un tomate que no le gusta a la más pequeña. Se cuentan secretos con la boca llena, se aprietan en el banquito para que otro entre a comer. Así, sin nadie que les diga que deben hacerlo.

En medio del calor humano de este centro, su directora Verónica Bustillos de Guerra, narra que el camino es largo y accidentado por la falta de recursos para mantener el centro, aunque esta iniciativa permita a los niños vivir fuera de la cárcel durante el día y reencontrarse con sus madres por las noches. “Muchas personas piensan que estos niños deben estar fuera de las cárceles, pero el gran problema es que no tienen con quién dejarlos, son familias enteras que están detenidas. Y lo más importante es que no se puede romper la relación de padres e hijos, especialmente en un Estado que no se responsabilizaría de estos niños, por lo que aumentaría el porcentaje de niños en la calle”, explica Bustillos.

La lucha del CAICC también incluye el trabajo con las mujeres encarceladas. Los ejemplos son incontables. Lidia es uno de ellos. Su paso por la cárcel de San Sebastián junto a su hija le dejó claro que no quería esa vida para siempre. Así que el primer día, cuando salió en libertad, visitó el Centro para conocer el lugar en que durante años pasaba el día su hijita. Pero Lidia visitó y se quedó. Desde hace casi un año es la encargada de hacer el pan en un pequeño taller que tiene este centro, con el que buscan además desarrollar un proyecto que genere más empleos y permita al CAICC tener la puerta abierta.

Por suerte, los días siguen transcurriendo en el CAICC. Cada tarde, los niños vuelven con sus madres. Suben al autobús, como para no perderse una excursión; otros reniegan afuera: quieren quedarse bailando otro ratico. El día siempre es corto cuando se está bien, les faltarían unas horas más y daría tiempo a otro juego o carrerilla más. Cantan canciones a gritos interrumpiéndose con risas y vergüenzas de niño. Juegan mientras los más pequeños se quedan dormidos con la misma postura en que los dejaron sentados.

«Estamos llegando a mi casa», y se pegan a los cristales del bus. Con luz naranja vemos el  edificio que vigila desde la esquina. Y casi las ventanas parecieran ojos que no parpadean nunca.

Daniel mira por la ventana, sabe el camino de memoria. Se diría que casi mira con ansia la calle, y todo lo observa, deja la cabecita fuera de la ventana, y el viento le peina el pelo mientras respira hondamente para llevarse todo dentro y mirarlo luego.

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Melissa Silva Franco. Periodista venezolana, con estudios en la Universidad de Kalmar (Suecia), Universidad de Barcelona y Universidad de Columbia (EEUU). Su experiencia profesional a lo largo de 10 años de ejercicio periodístico incluye producción audiovisual, coberturas  informativas policiales, Derechos Humanos y justicia en medios impresos, actividad docente y jefatura de corresponsalía en el diario Nueva Prensa. En los últimos años se ha centrado en la investigación sobre Mujer y Cárcel en países como España, Venezuela, Colombia, El Salvador y Bolivia.

Raquel Cortés Fernández. Fotógrafa, realizadora de documentales y operadora de cámara nacida en Vitoria. Se especializa en la fotografía de concepto y creación por EFTI, así como con una formación continua en diferentes talleres de fotografía y escritura creativa de la mano de José Ramón Bas, Francis Tsang, Jorge Nedich o Martin Rosenthal, con quién impartió talleres de fotografía y escritura creativa en la Fundación Ph15 de Argentina entre 2006 y 2007. Trabaja como FreeLancer tanto por encargo como en producción propia, siempre vinculados a trabajos enfocados en los Derechos Humanos.

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