CHIANG MAI (II)

En Chiang Mai existe uno de los pocos hospitales de elefantes del mundo. Fue inaugurado después de que su fundadora consiguiese curar a una paquiderma víctima de una mina antipersona. Estos animales, otrora abundantes en Tailandia, hoy están más cerca de la extinción que nunca. En esta segunda entrega, Javier Moro y Ángel López Soto nos muestran este lado humano de los viajes que permiten a los que tienen el privilegio de visitar paraísos como éste reconciliarse con el mundo.

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Elephant Conservation Center en Lampang.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Por Javier Moro, miembro de GEA PHOTOWORDS

 

A 50 km de la ciudad, escondido en la selva, existe el primer y único hospital de elefantes del mundo.  Era un lugar desconocido hasta hace poco, hasta que una elefanta llamada Motala se convirtió en su paciente más célebre.  Motala pisó una mina en la frontera con Birmania y perdió la mitad de un pie.  Sufriendo muchísimo, la elefanta avanzó cojeando durante tres días acompañada de su «mahut», su cuidador.  Llegaron a una carretera y allí consiguieron llamar al hospital.  Vino un camión provisto de una grúa y la transportaron al centro donde un equipo de treinta cirujanos le inyectaron suficientes calmantes como para dejar inconscientes a cien humanos (la hazaña está consagrada en el Guinness Book of World Records). Le operaron la pierna quitándole la piel que se había infectado y le dejaron un muñón para eventualmente colocarle una prótesis.

El fotógrafo Ángel López-Soto (mas conocido como Soto) y yo vimos a Motala totalmente recuperada, junto a una veintena de elefantes heridos o enfermos.  La vimos caminar por la mañana lentamente hacia la enfermería, aguantando su peso de dos toneladas y media sobre tres piernas.  Mueve sus patas traseras primero  y luego se levanta apoyándose sobre su pata buena.  Su «mahut», un chico joven que bien podía haberla dejado morir en la selva, le acaricia la oreja y le anima a seguir dándole palmadas en el trasero.

Exhausta a mitad de la cuesta, Motala apoya la cabeza contra un árbol, y luego sigue porque sabe que arriba le espera una ducha refrescante y los cuidados diarios que incluyen untarle la piel con miel en su muñón para reducir la inflamación. Ya no grita de dolor como antes, aguanta pacientemente moviendo la cabeza de un lado a otro. Por la tarde llega el cirujano ortopédico que ha creado la primera prótesis para paquidermos. Hay que probarla, ajustarla, sujetarla bien porque el peso que tiene que soportar es enorme.  Luego, al verla caminar sobre sus cuatro patas, en todo los allí presentes luce una mirada de asombro, como si estuviésemos asistiendo a un milagro.

Pocos espectáculos te reconcilian con la humanidad como este.  Actualmente existen menos de cuatro mil elefantes amaestrados en Tailandia. Hace un siglo eran cien mil.  En cuanto a la población de elefantes salvajes, se ha reducido a menos de dos mil.

Antiguamente eran animales de gran valor, pero con la industrialización, se han visto relegados a transportar troncos, a ejercer peligrosas actuaciones en circos, o a mendigar en las calles de las ciudades.  Son víctimas de la modernidad, y muchos tienen huesos rotos o están envenenados por comida contaminada. Pagan un alto precio por la destrucción de su hábitat y la presencia de cazadores furtivos que buscan el marfil de sus defensas y los órganos genitales de los machos, que según la farmacopea china poseen propiedades afrodisíacas.

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Prótesis de elefante. Hospital FAE, fundado por Soraida Salwala.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Fue una mujer la primera en alertar sobre el sufrimiento y la desaparición de los paquidermos.  En 1993, Soraida Salwala, antigua joyera, una mujer menuda con el pelo azabache y un rostro de rasgos finos, fundó la ONG Amigos de los Elefantes Asiáticos y un año más tarde abrió el hospital.  Desde su inauguración, ha ofrecido tratamiento gratuito a unos quinientos paquidermos, algunos ingresados y otros que vienen a las curas de día. El esfuerzo ha sido considerable, teniendo en cuenta que un elefante hospitalizado cuesta unos dos mil euros al mes.

Soraida lleva un bastón, el mismo que usan los mahuts para guiar a los animales, pero lo lleva para caminar porque, a pesar de sus 46 años, ha sido una mujer enferma desde muy joven.  Siempre le gustaron los animales, y la idea del hospital le viene desde que a los ocho años se encontró en una carretera a un elefante herido, y suplicó a su padre que lo llevase a un hospital.  Era imposible, y asistió a una escena que cambiaría su vida: vio como el mahut, para aliviar el sufrimiento del animal, le pegaba un tiro en la cabeza, poniendo un triste final a una vida de duro trabajo.  A los 35 años, dejó su negocio de joyas y bisutería cuando ya no pudo aguantar más las historias de elefantes muertos en circunstancias trágicas.

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El hospital está abierto a todo el mundo, y es una atracción turística también porque eso permite recaudar dinero. Los pacientes viven bajo un toldo de ramajes, con un pie encadenado a un poste.  Cada mañana vienen sus «mahuts» a darles agua, comida, y los que pueden caminar van al lago cercano a darse un baño.  A los turistas, previo pago, se les permite subirse a los elefantes y es gracioso verles mojarse e intentar mantenerse en equilibrio mientras los elefantes duchan a todo el mundo echando agua por sus trompas.

Nosotros nos adentramos por una sección donde asistimos por casualidad a una recogida de semen por parte los veterinarios.  Mientras uno le metía un brazo envuelto en plástico por el ano, otro veterinario intentaba desesperadamente recoger el esperma. La operación bien duró unos veinte minutos y es uno de los espectáculos más insólitos que nos ha tocado asistir.  En ese momento, llegó otro veterinario llamado Kammao diciendo que había que hacer otra radiografía a un paciente, un elefante que había resbalado en una cuesta mientras llevaba a unos turistas, y cuya fractura de hueso se había abierto.  La máquina de hacer radiografías es demasiado cara para el presupuesto de este hospital, así que la piden prestada al hospital de humanos de la ciudad más cercana.

Hay otro elefantito que da pena, está esquelético, se le ven las costillas. Lo acaban de traer de Phuket, la mayor isla de Tailandia, donde le hacían trabajar para distraer a los turistas. Pero su dueño no le había cuidado ni le había alimentado bien.  Lo dejaba encadenado y en lugar de alimentarle, dejaba que los turistas le diesen chucherías y refrescos.  Ahora, el veterinario se arrodilla junto a él y le habla con dulzura, dejando que el animal le coja la mano con la trompa y se la lleva a la boca. “Le encanta chuparme el dedo gordo”, dice riendo.

En otra de las unidades del hospital, nos encontramos con una elefanta de 57 años con la piel parcheada de grandes áreas de color naranja. Víctima de una infección de hongos, el cuidador le pasa cuidadosamente una esponja empapada en desinfectante.  De lo que uno se da cuenta visitando este extraordinario lugar es del vínculo tan intenso que existe entre los elefantes y los hombres.

Tradicionalmente, se quedaban con un «mahut» toda la vida, aunque el animal perteneciese a un dueño, generalmente rico, y se creaba una auténtica relación afectiva entre el cuidador y el animal. Eso está cambiando, y ahora a los elefantes se le trata como coches de ocasión, cambiándoles de «mahut» y de nombre tantas veces como lo hacen de dueño.

La última victoria de Soraida ha sido conseguir que el Primer Ministro prohíba la presencia de los 200 elefantes errantes que vivían en condiciones terribles en las calles de Bangkok.  Espera que otras ciudades sigan el ejemplo.  Pero ella piensa ya en el porvenir de muchos elefantes que serán abandonados porque sus dueños no podrán asumir los gastos que conllevan.  Tiene la intención de comprar grandes extensiones de terreno para que esas futuras víctimas vivan una jubilación feliz y prueben algo de la libertad de la que se les privó.

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Elefante herido por una mina. Elephant Conservation Center de Lampang.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Los alrededores de Chiang Mai ofrecen posibilidades ilimitadas de estar en contacto con la naturaleza. Hay aldeas en las montañas cubiertas de selva donde se puede dormir y comer (y muy bien) a un precio increíblemente asequible.  Son aldeas tranquilas, pequeñas, donde uno pasa a ser tratado como un vecino más, con hotelitos de madera de pocas habitaciones y terrazas que dan al riachuelo. Huele a flores y a la humedad de la selva, se oye el murmullo constante de las aguas, se ven pasar por los caminos las siluetas esbeltas de esas campesinas que parecen princesas.

Hay extranjeros, pocos, celosos del lugar. Y como es Tailandia, también hay conexión wifi en la aldea: me hubiera quedado tranquilamente allí a escribir un próximo libro si mi compañero Soto no me hubiera arrancado a esa paz para hacerme vivir otra experiencia única.  No tan tranquila, todo hay que decirlo, porque se trataba de recorrer kilómetros volando por la selva en tirolina.  Es fabuloso recorrer la selva por arriba, cerca de la copa de los árboles.  Nada tiene que ver con las arduas caminatas en el suelo, oscurecido por la densidad del follaje, siempre atento a no pisar una serpiente o a que una araña mona no se te agarre a la camisa, sudando a chorros.

No, esto es otra cosa, ideada por un ingeniero neo-zelandés llamado David Allardice. Son varios kilómetros de cables que enlazan con plataformas en lo alto de la bóveda de la selva.  Es una oportunidad única de ver lo que nunca se ve, la parte viva de la jungla, el enramaje, los pájaros, las flores que suben buscando la luz. Nos colocaron un arnés fijado a un mosquetón, a su vez  enganchado a un cable. Y de pronto nos dicen: “Saltad”. Miras el vacío y la primera vez se le suele poner a uno cara de tonto. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? –te preguntas.  Pero no queda otra, hay que saltar.

Le dejo el privilegio de ser el primero a mi amigo Soto, cargado de cámaras y de todo tipo de artefactos.  Si consigue llegar vivo del otro lado, entonces no me quedará más remedio que intentarlo yo.  Generosamente, Soto acepta y en un alarde de valentía, se lanza. Veo como desaparece hacia abajo a toda velocidad y luego como sube hacia arriba, abre los brazos, y pega un grito de júbilo que deja a los monos anonadados.  Un minuto después, llega a la siguiente plataforma y aterriza, un poco descompensado, todo hay que decirlo.  Ya no tengo excusa, es mi turno.  Me lanzo. Un susto y de pronto estoy volando entre las copas de los árboles y ahora entiendo la sensación de júbilo que le entró a Soto. Se desliza uno por el cable allí arriba y hay tiempo de apreciar la belleza inenarrable del bosque tropical.  El trayecto más largo es de casi un km, un kilómetro de puro placer en la bóveda de una selva prístina con una temperatura perfecta.  La empresa que ha montado este divertido y didáctico entretenimiento se llama ‘Flight of the Gibbon” y es altamente recomendable para viajeros de 5 a 95 años. Aunque si un turista tiene ciento y pico bien llevados, seguro que también se le permite la experiencia.

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Recogida de semen de elefante. Elephant Conservation Center de Lampang.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Los últimos días los pasamos en el Lisu Lodge un hotel junto a un pueblo que tiene la peculiaridad de estar llevado por los habitantes del pueblo, en un intento de que el turismo sostenible beneficie a las poblaciones locales. Es otro lugar idílico, rodeado de plantaciones de loto, sembrado de flores, con grandes verandas donde apetece pasar horas viendo el paisaje o esperando a que venga la masajista a enderezarnos el cuerpo. Es comida sencilla, deliciosa, sana. Por la noche llegan niños del pueblo con sus trajes tradicionales a hablar con nosotros. Las niñas nos enseñan sus bailes. Es una atmósfera familiar y sentí mucho no estar allí con mis hijos porque lo hubieran disfrutado mucho.  El último día nos apuntamos a un rafting por el río y a un paseo en bicicleta entre los arrozales que parecen de un verde fosforescente, husmeando los olores de la selva circundante.  En realidad, Tailandia es un paraíso para el turismo, y la oferta es variadísima.

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Me hubiera gustado volver a hacer el viaje que hice con mi amigo Diego Azqueta, fundador de Watu-Acción Indígena, una ONG que se dedica a llamar la atención sobre la dramática situación de los pueblos indígenas y a protegerlos en la medida de lo posible.  Después de un congreso al que asistimos en Chiang Mai, hicimos un fabuloso recorrido en 4 X 4 cerca de la frontera birmana. Esa Tailandia, alejada del turismo, es el país de los Karen y los Mhongs, tribus que se encuentran todavía viviendo como hace siglos, en aldeas sin luz, donde se accede por caminos imposibles.

Dormimos en las casas de los aldeanos, después de largas conversaciones sobre sus problemas, sobre cómo mantener la identidad en un mundo invasivo y cambiante, como lidiar con el flujo incesante de refugiados birmanos, etc… Fueron tres días inolvidables, en lugares bellísimos, con gente humilde y digna, durmiendo en el suelo de las chozas, compartiendo su comida, asistiendo al espectáculo único de una de tantas culturas que están a punto de desaparecer ante el avance imparable de nuestra ‘civilización’.  Esa Tailandia todavía existe, pero no está en los folletos turísticos.  Vale la pena conocerla antes de que desaparezca por completo. Chiang Mai también ofrece esa posibilidad. Si puedes, viajero, no te la pierdas.
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Este reportaje ha sido publicado en la revista SIETE LEGUAS de este mes.

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