EL GENOCIDIO DE TEXACO (y III)

En San Carlos, uno de cada diez habitantes ha desarrollado algún tipo de cáncer. Esa es una de las consecuencias más evidentes de la explotación petrolífera que la multinacional Texaco abrió hace más de cuatro décadas en la Amazonia ecuatoriana. Para abaratar costos tiraban el agua sobrante de los pozos a los ríos y el gas es quemado en enormes mecheros día y noche. Hoy el agua está totalmente contaminada y la selva huele como una gasolinera. Esto es un ejemplo de lo que puede pasar en el Parque del Yasuni, uno de los lugares con mayor biodiversidad del mundo, después de que el gobierno de Ecuador haya autorizado sacar el petróleo que alberga.  En esta segunda entrega hablamos con los afectados.
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Un niño descansa sobre el oleoducto con los pies impregnados en arena y petroleo tras jugar toda la tarde sobre una zona contaminada.

 Foto ©   José F. Ferrer

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Por Juan Carlos de la Cal, miembro de GEA PHOTOWORDS

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EL PUEBLO DEL CÁNCER

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Probablemente el pueblo de San Carlos, a 30 kilómetros de la localidad amazónica de Coca, en Ecuador, es el que tiene más casos de cáncer por habitante del mundo. Su millar de vecinos, mestizos e indígenas en su mayoría, vive a pie de una de las primeras extracciones petrolíferas realizadas por la multinacional norteamericana Texaco hace casi 40 años. Los derrames de crudo han sido aquí especialmente graves, especialmente frecuentes, especialmente devastadores. Y la consecuencia es especialmente brutal: el 10% de los moradores de San Carlos ha desarrollado un cáncer por su exposición a la contaminación petrolífera.

Fue un médico vasco, el doctor Miguel San Sebastián, cooperante en la zona desde la organización Médicos Mundi, el primero en darse cuenta de que algo anormal sucedía. Todos los días, mientras despachaba en el consultorio junto con la enfermera Rosa Moreno (residente en San Carlos), atendía a un montón de pacientes con dolencias nada normales. La preocupación se hizo más patente en 1994, cuando llegaron los primeros resultados de los enfermos que había conseguido derivar a Quito y que confirmaron severos casos de cáncer de útero en las mujeres y de tórax en los hombres.

Inmediatamente las sospechas recayeron sobre el aire y el agua. El primero, contaminado por el remanente de gas que asciende a la atmósfera desde los mecheros en combustión del pozo, afecta directamente a las vías respiratorias. Y en el agua, las mujeres pasan el día lavando ropa y cacharros, tomando baño y recogiéndola para dar de beber a familia y animales.

El doctor decidió entonces realizar un estudio de muestra entre 50 hombres y 50 mujeres de la población. También analizó el agua. Los datos fueron desoladores: el alto porcentaje de minerales pesados que contenía hacía que su consumo fuese altamente nocivo para el ser humano. Tampoco hacía falta ser muy vivo para darse cuenta del problema. Tanto San Carlos como la selva que rodea sus casas huelen como una gasolinera, fino tufillo que va poseyendo poco a poco pituitaria primero y garganta después, hasta producir picores, como si entrases en un taller de coches y orientases tu nariz hacia un bidón de gasolina. El informe de conclusiones fue enviado a la organización de Médicos Mundi que lo entregó a los organismos internacionales. San Sebastián concluía en su escrito: «si no se acaba con el consumo de ese agua contaminada por crudo, es posible que esta comunidad desaparezca en 15 o 20 años».

 

Negra profecía

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Y casi 20 años después la comunidad no lleva un camino mucho mejor que la apocalíptica profecía del doctor. Veinticuatro de sus habitantes han muerto con un diagnóstico de cáncer (útero, piel, estómago, etc), hay otra veintena de fallecimientos extraños que no han podido ser investigados y otro medio centenar de habitantes de San Carlos han desarrollado algún tipo de cáncer. Y, lo que es peor, el 70% de la población sigue bebiendo de ese agua o bañándose en el río contaminado.

El ejemplo más crudo lo encontramos en la casa de María Garófano, levantada a pocos metros de la explotación petrolífera. Es madre de 6 hijos y lleva 13 de sus 46 años luchando contra un cáncer de útero que la está devorando por dentro.

– Todo empezó por un dolor de cabeza. Yo ya estaba un poco prevenida porque hacía tiempito que los animales se morían poco a poco. Las gallinas se ponían tristes y así nomás empezaban a adelgazar hasta que se iban. Fui a ese médico compatriota de ustedes y me diagnosticó el cáncer. Me empecé a tratar yendo varias veces al mes a Quito. Nos gastábamos una media de 500 dólares mensuales y la radioterapia me iba bien. Hasta que un día a mi hija Silvia la empezó a doler el hígado y no se le quitaba con remedio alguno. Fuimos al médico y, tras muchas pruebas, resulta que mi nena tenía también un cáncer, pero de hígado…».

Entrevistamos a madre e hija en la casa que tienen en las afueras del pueblo. Dos mujeres hermosas de pelo azabache, tez morena, mirada grande de lágrimas contenidas que, al final, terminan cayendo al tiempo que sus dueñas levantan la voz pidiendo justicia, alertando a otros para que esto no siga sucediendo. Representan la figura insustituible de la lavandera amazónica que está en cada puerto de todos los ríos absorbiendo, en su órgano de producir la vida, los desechos de las empresas que matan el mundo.

La chacra (parcela) que poseen como único bien es bonita, bien cuidada… pero vacía de vida. Apenas una yegua escuálida y media docena de gallinas moribundas deambulan entre la mata recién podada. Se mudaron aquí porque el doctor les recomendó dejar inmediatamente la casa en que vivían, la más próxima a la prospección del pueblo.

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Barcazas cargadas con mercancí­as peligrosas surcan el río Napo para el abastecimiento de los pozos mas aislados de la selva.

Foto ©  José F. Ferrer

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– ¿Se han dado cuenta de que aquí no cantan los pájaros? – pregunta María en un susurro – Acá por lo menos se respira mejor (aunque al visitante le siga oliendo todo a gasolina) pero el agua está igual de contaminada. ¡Mire, mire! – dice mientras sumerge un palo en la charca que sirve de abrevadero a los animales. Tras remover un poco el fondo, lo saca y la punta chorrea un engrudo negro de olor fuertísimo.

– ¿Lo ve? De esta fuente hemos bebido todos durante años. Y con esta agua hemos regado nuestros campos y dado de comer a nuestros animales. Ahora no tenemos nada de eso: ni salud, ni animales, ni tierra, ni vida…

El descubrimiento de la enfermedad de su hija Silvia, de 18 años, redobló el drama familiar. Ahora tenían que conseguir otros 500 dólares mensuales para que la joven pudiese seguir el tratamiento. ¿De dónde sacarlos en una casa donde el padre de familia apenas ingresa unos 800 después de trabajar 14 horas al día como una mula? Su yerno fue entonces a pedir trabajo a la Petrobrás (la empresa propietaria del pozo) que aunque pagase menos de 10$ por jornada diaria, siempre hubiese sido una ayuda. Pero ni con esas se lo dieron. María continuó trabajando recogiendo palmito en un último intento de conseguir los recursos para mantener el tratamiento a las dos. Fue inútil.

Por fin, el año pasado, tomó la drástica decisión: abandonó su tratamiento para poder mantener el de su hija. Se está auto-inmolando, un suicidio lento y doloroso para que la más joven pueda sobrevivir. Ahora agonías insoportables la acechan y el alivio que suponía el tratamiento clínico empieza a ser un lejano recuerdo.

«¿Y qué puedo hacer? Por lo menos así se salvará una de las dos. Ya vendimos todo lo que teníamos y ni siquiera puedo tomar una aspirina para el dolor porque está contraindicada. Sólo me queda rezar y luchar para que, por lo menos, se haga justicia y esta empresa Texaco pague por lo que ha hecho y nos limpie de una vez este agua – nos dice a punto de llorar». Detrás, Silvia intenta darnos su versión de los hechos pero no puede. Priman la congoja, el dolor del sacrificio de su madre, su propio dolor, el de sus vecinos, el que produce la desdicha que ha caído sobre su pueblo. Cada lágrima es un lamento vital, una petición de ayuda. 400 euros al mes. ¿Hay quien la ayude?

 

¡Maldito petróleo!

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No hay casa en San Carlos sin un caso de cáncer, vivo o muerto, que contar. Rosa Guerrero, de 31 años, murió el año pasado dejando a tres hijos y un marido desesperado. Llegaron huyendo de las intensas sequías que a veces azotan las vertientes andinas (hay quién las achaca también a una consecuencia de la contaminación selvática, pues es aquí donde se forman las nubes que luego riegan la cordillera). Inés Salgado ha tenido ya dos abortos y el médico le ha recomendado que no intente dar más hermanos a su única hija si no quiere arriesgar su propia vida.

– El número de abortos es aquí inusualmente alto, 2,5 veces por encima de la media nacional. Muchos bebés pierden las uñas al poco de nacer y no sabemos la razón. Y la mayoría de los niños que nacen lo hacen fuera de peso. Además, hay muchos con sarpullidos blancos en la piel y todo tipo de manchas que nosotros relacionamos con el petróleo. ¿De que más puede ser? – se pregunta la enfermera Rosa Moreno mientras ausculta a uno de esos niños en el Centro de Salud.

Ella misma tiene cuatro parientes afectados y sospecha que algo feo le sucede en una de las piernas donde han aparecido manchas negras. Dentro de unas semanas viajará a Quito para hacerse una biopsia y saber de una vez lo que tiene.

 

Los datos de la mayor contaminación ambiental del mundo

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La ONG española Médicos Mundi elaboró hace unos años un informe sobre las consecuencias medioambientales y sanitarias de la contaminación por petróleo en esta zona de 300.000 habitantes titulado «Yana Curi» (Oro negro en quichua), cuyos datos resumen la mayor contaminación ambiental que existe actualmente en el planeta:

 

* Los 300 pozos petroleros de toda la Amazonía ecuatoriana generan cada día 20 millones de litros de desechos tóxicos, la mayor parte de los cuales son derramados al medio ambiente sin tratamiento previo.

* Se calcula que sólo el oleoducto transecuatoriano (el que va desde Lago Agrio al Pacífico) ha provocado derrames equivalentes a medio millón de barriles de petróleo (cerca de 100 millones de litros).

* Existen 1.000 piscinas de crudo de desecho abiertas por Texaco en el Oriente ecuatoriano. Este petróleo se filtra por la tierra y, con las lluvias, llega a los ríos para contaminar extensas zonas de selva.

* Diariamente se queman como desecho unos 53 millones de pies cúbicos de gas sin control ambiental alguno. Desde hace décadas, día y noche.

* Impacto social: Las zonas petrolíferas, que aportan al país su mayor riqueza, son paradójicamente las más míseras, con el 80% de la población por debajo del nivel de pobreza marcado por la ONU. El 43% de los niños está desnutrido frente al 21,5% de las zonas donde no hay petróleo

* El 30% de la selva ecuatoriana está contaminada por el petróleo. 4.400 kilómetros cuadrados directamente por Texaco.

* Impacto sanitario: La mortalidad es el doble de la nacional, con el triple de casos de infecciones en la piel y el doble de casos de anemias, micosis, desnutrición, infecciones y tuberculosis. La incidencia del cáncer es seis veces mayor que en el resto de la Amazonía. Hay documentadas más de 500 muertes relacionadas directamente con la contaminación por petróleo.

* El 94% de la población ha sufrido la pérdida de algún animal de crianza envenenado por el petróleo.

* Los valores de metales pesados encontrados en el agua de los ríos sobrepasan en 7899 veces (Cadmio), 55 veces (plomo), 390 veces (mercurio), etc. Todos ellos producen cáncer, entre otras patologías

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Juan Carlos de la Cal, , miembro de GEA PHOTOWORDS, es coautor junto con su hermano del libro “Viaje al traspasado corazón del mundo: rebuscando ELDORADO”, (editorial Manuscritos), un viaje por varios países de la cuenca amazónica en el que se repasa y denuncia el daño ambiental que las multinacionales petroleras, madereras y del agronegocio están provocando al pulmón del planeta.

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