JABRA IBRAHIM JABRA

Jabra Ibrahim Jabra era un intelectual palestino exiliado en Irak que murió en 1994, en su casa de Bagdad, dejando una profunda huella en la ciudad tras medio siglo viviendo en ella. En 2010 una bomba destruyó por completo el edificio acabando con la vida de 17 personas y llevándose para siempre el recuerdo de su insigne morador. Este relato literario ha sido redactado por el colaborador de GEA PHOTOWORDS en Oriente Medio, Elías Scherbacovsky, con el fin de rescatar la memoria de tantos héroes anónimos desaparecidos entre el polvo de una guerra sin fin. Forma parte de `Obituarias Escogidas´ – Editorial Andrómeda, Buenos Aires, 2012 – y será publicado por la Editorial Raíces de Madrid este próximo verano.

Casa palestina destruída. Gaza.

FOTO  ©  Sara Janini, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Por Elías Scherbakovsky para GEA PHOTOWORDS

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«De la interminable amargura quise extraer dos gotas de dulzura… Esperaba cultivar un árbol confiado en la esperanza de que la humanidad y el amor de la gente habrían de prevalecer».

Este no es un obituario por la muerte de un hombre, un exiliado palestino fallecido hace tiempo en Irak. Es la necrológica de su casa de dos plantas, como otras de Bagdad, situada en la calle de la Princesa, que adornan datileras y árboles de mora. Pasaron dieciséis años desde el deceso de Jabra Ibrahim Jabra en ese solar, donde vivió durante medio siglo. Mientras fumaba la pipa junto a la ventana, un naranjal como el de su infancia le daría el paisaje constante de su juventud, la discreta serranía y hasta el aroma de los turrones caseros de Belén, donde nació. Con la destrucción de esa casa de Bagdad la bomba mató definitivamente a Ibrahim Jabra. Habrá que ver si con las llamas también se esfumó su obra.

En su casa respiraron por el alfabeto árabe Samuel Barclay Beckett y muchos artistas de Iraq de cuantos esperaban y continúan esperando a Godot. Por las páginas que tradujo pasaron como un trueno William Faulkner con el sonido y la furia, y William Shakespeare, y Oscar Wilde, mientras Jabra escuchaba a los clásicos y a los barrocos de la música y conoció a la familia Bach en su tocadiscos de un mercado de pulgas.

Entiendo que fue un alquimista de culturas que pasó por las universidades de Cambridge y Harvard, y que enseñó en la escuela de su adolescencia, Al Rashidiya, de Jerusalén. «Si recuerdo bien, vivía en Mansura. Creo que estuvo casado con una mujer iraquí, pero no puedo asegurarlo», dijo Mohamed Ridha, un librero bagdadí. Era ya el año de 2010. Había oído de él pero desconocía su obra. Lo buscó con sus gafas empolvadas por los escombros de la guerra y lo encontró en una vieja enciclopedia sobre intelectuales del país.

Ibrahim Jabra «fue novelista, crítico literario, poeta y pintor», informa el escueto enciclopedista como si fuese todo. A juicio de un admirador, el profesor Roger Allen, Jabra, sumido durante afiebrados días en sus diccionarios, fue un intelectual totalmente «cosmopolita», el pecado por el cual José Stalin desprendía de la vida por entonces a tantos contestatarios y sospechosos ciudadanos del mundo (Stalin, el georgiano «sol de los pueblos», hijo endeble y golpeado de Beso Dzhugashvili, un cruel zapatero borracho que no pudo contra la mala suerte en la vida, y de Yekaterina Keke Geladze, triste lavandera a domicilio).

OLVIDO

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Cuando la bomba destruyó la casa de Jabra Ibrahim Jabra, fallecido en 1994, a los 74 años, nadie lo recordaba en su barrio íntimo. La carga explosiva de la que vengo a dar cuenta estalló en este 2010 arteramente y causó la muerte a diecisiete personas; algunas resultaron despedazadas. Hoy las rememoran apenas sus parientes (si no están reñidos entre sí). La bomba, asimismo, perpetró el incendio de la casa de Jabra, siempre abierta, donde sus amigos, en un crisol de espíritus, se sacaban chispas cruzando ideas y sentires en tanto tomaban el dulcísimo té de menta en frágiles vasos de vidrio delgado adornados con arabescos.

Las ruinas del olvidado edificio, los hierros retorcidos, estaban iluminadas por la luz cansina de la violencia. ¿Levantará alguien un museo sobre esos escombros para honrar a Ibrahim Jabra? A fines de mayo se decía que en las paredes salpicadas se podía oler aún la sangre de Raqiya Ibrahim y de su hijo Jaafar, herederos de la casa que el fuego aniquiló y otros saquearon. «Nadie lo recuerda aquí» a Jabra Ibrahim Jabra, dijo Mohamed Mehdi, viejo vecino de Jabra, a un enviado del diario The New York Times. Mehdi perdió una nieta en el ataque, uno de tantos en Bagdad de la antigua Mesopotamia, en la Babilonia del código de Hammurabi, «el favorito de los dioses», y de la ley del talión.

Tampoco lo recordaban en la calle Mutanabi, donde existió un refugio de intelectuales que Jabra frecuentaba entusiasmado por la cultura. Los ladrones se llevaron de la casa quemada algunas joyas y los así llamados objetos de valor. Dejaron acostados en una tabla de su biblioteca el «Retrato de una mujer», de Henry James, y «El despertar árabe», de George Antonius, y «La revolución argelina en la poesía iraquí», y otros textos chamuscados. En una pared, frente al calcinado pasamanos de la escalera, se veía una fotografía en blanco y negro tomada en la universidad de Bagdad: una clase de estudiantes vestidas con minifalda. Y en una de las paredes ennegrecidas por las llamas quedó un retrato del gran disidente: Jabra, el traductor cosmopolita, vestido con una chaqueta azul, una bufanda roja y una pipa en la mano.

Agali Shukri, crítico de literatura, observó que sus traducciones al árabe de grandes escritores de Occidente no fueron siempre fidedignas. Y el poeta Sargon Boulus lo criticó pues del texto de Otelo que tradujo pasó por alto la expresión «perro circunciso» empleada por el autor, William Shakespeare, un racista. Lo hizo, así parece, por no ofender a los musulmanes 1. Jabra pertenecía a una familia cristiana en el rito sirio-ortodoxo, una minoría tolerada en el Islam. Al decir del profesor Roger Allen al periódico neoyorkino, vivimos «en una era en la que, habitualmente, e incluso deliberadamente, se malentienden las culturas». Jabra Ibrahim Jabra, gran titiritero del encuentro, quizá de un abrazo desinteresado, «no volvería a ser posible» hoy en Bagdad, piensa Allen.

¿De dónde colgarán las dos gotas de dulzura que ni siquiera por justicia, sólo por piedad, pedía después de aplastar el tabaco y apagar la pipa para observar una vez más el naranjal florido desde el ventanal de su exilio?. «Detente y lloremos», reza el poema que algunos árabes más cultos que otros conocen de memoria.

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Elías Scherbakovsky, hijo de un judío de una aldea vecina de Pinsk que huyó a la edad de seis años de Rusia con unos tíos, uno de los cuales se había hecho con un carro de sal, que entonces valía lo que el oro, y les financió la travesía en un vapor a Buenos Aires) nació en Argentina en el año 1936. Desde hace casi medio siglo ejerce el periodismo. En Buenos Aires, como cronista cinematográfico y, desde 1977, con el seudónimo de Elías Zaldívar, como representante de la Agencia EFE en Jerusalén, y como corresponsal de las cadenas de televisión Univisión, CBS y Telemundo.
En 1972, en Jerusalén, publicó un volumen de relatos, `El inventor de la mentira real´ y, en el año 2001, la editorial Milá de Buenos Aires dio a conocer la novela La Monalisa de Jerusalén, premiada en un certamen de la editorial Acervo Cultural de esa ciudad. Tiene en edición la novela El padre de los monos, y dos novelas sin publicar: «Los idealistas de la Patagonia» y «La trapecista ciega» (título provisional). Con excepción del primer título, las otras tres obras transcurren en Jerusalén y en Europa.

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