LA CIUDAD DE LOS ÁRBOLES DE DÁTIL

Objeto de deseo de todas las culturas que quisieron dominar el mundo, Palmira, ciudad nabatea del desierto de Siria, y uno de los complejos arqueológicos más fabulosos de cuantos existen en el mundo, fue durante siglos un enclave estratégico en la Ruta de la Seda. La palabra aramea `palmira´significa `ciudad de los árboles de dátil´). La ciudad original fue la capital del Imperio de Palmira bajo el efímero reinado de la reina Zenobia, entre los años 266 – 272. Relato del viaje de Gerardo Olivares, miembro de GEA PHOTOWORDS, en tiempos en que la paz era lo cotidiano en Siria.

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Ruinas de Palmira, Siria.

FOTO  ©  Alfons Rodríguez, miembro de GEA PHOTOWORDS

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PALMIRA – La ciudad de los árboles de dátil
Por Gerardo Olivares, miembro de GEA PHOTOWORDS

 

Habíamos pasado unos días en Aleppo rodando su bullicioso bazar, uno de los más antiguos de Asia, y ya nos tocaba hacer maletas y continuar viaje. Nuestro siguiente destino eran las ruinas de Palmira, un antiguo enclave romano situado en el corazón del desierto sirio y que llegó a convertirse en una de las ciudades más prósperas y florecientes de Oriente. Teníamos dos opciones para llegar a Palmira; Seguir la carretera nacional que cruza el país de norte a sur, hasta la ciudad de Hims, y luego tomar la N7 hacia el oeste, hacia el palmeral de Tadmor, o seguir el Eúfrates hasta el lago Al Assad y luego cortar hacia el sur a través del gran desierto, confiando en nuestro GPS, y siguiendo los caminos trazados por los nómadas beduinos. Optamos por la segunda, mucho más emocionante y que además nos daría la oportunidad de acercarnos a la vida de uno de los pueblos más interesantes de Oriente medio; los beduinos.

En el camión viajaban con nosotros dos chicas holandesas que conocimos en Aleppo, y que a punto estuvieron de ser un problema. Al llegar al lago Al Assad decidimos parar a bañarnos. No muy lejos de donde estábamos había varias familias haciendo picnic y refrescándose del sofocante calor en el Eúfrates, las mujeres se bañaban completamente vestidas. Cuando las holandesas salieron del camión en bañador, un grupo de hombres comenzaron e increparlas e insultarlas. Algunos se acercaron a nuestro camión ofendidos, invitándonos a marcharnos del lugar. Fue el único signo de agresividad e intolerancia que vivimos en Siria, un país de gentes amables y hospitalarias.

En la población de Ath Thawrah, situada en el extremo oriental del lago Al Assad, decidimos abandonar la carretera de asfalto y adentrarnos hacia el sur a través del desierto. Poco a poco fuimos ganando altura, y con ello la temperatura comenzó a suavizarse. El agreste paisaje de piedra y arena se fue transformando en verdes campos de hierba fresca salpicados de jaimas beduinas. Decidimos detenernos en una de ellas y compartir un café con una autentica familia nómada. A pesar del calor, la estancia estaba fresca, era limpia y ordenada. A un lado había varios hombres recostados fumando y bebiendo café junto a sus halcones de cetrería. En el otro extremo estaban las mujeres y los niños horneando grandes tortas de harina. Todos reían y hablaban sin parar. Sentí que eran felices, disfrutando de las pequeñas cosas en paz y armonía con la naturaleza. El viento soplaba con fuerza y decidí volar la cometa que llevábamos en el camión. Hombres, mujeres y niños pronto me rodearon observando curiosos ese artilugio volador. Ahmed, el patriarca del clan, se situó junto a mí, con su poblado mostacho, serio y con porte distinguido pero deseando probarla. Le pasé los mandos y su expresión cambió por completo, reía y gritaba, parecía un niño al que le hubieran regalado su primer juguete. Y ahí los dejamos, jugando con su nuevo halcón, mientras nosotros nos alejábamos envueltos en una nube de polvo.

La llegada a Palmira fue mágica. Faltaban pocos minutos para que el enorme disco solar violáceo se posara en el horizonte. Acabábamos de coronar la montaña donde se levanta la fortaleza árabe de Qalaat Ibn Maan, construida en el S XVII para controlar el paso de las caravanas por el palmeral. Desde este privilegiado enclave, con las luces del atardecer, la visión de las ruinas era formidable. Todavía lo recuerdo como uno de los grandes momentos vividos en la Ruta de Samarcanda. Aquella noche nos alojaríamos en el Hotel Zenobia, pegado literalmente a las ruinas. Yo pedí la habitación nº 106, una de las cinco habitaciones que dan directamente al complejo arqueológico.

También llamada la “Ciudad de las mil columnas”, Palmira fue uno de los grandes enclaves del imperio romano. Situada estratégicamente entre el Indico y el Mediterráneo, y paso obligado de las caravanas de la Ruta de la Seda, vivió su máximo esplendor bajo el fulgurante reinado de Zenobia, quien se enfrentó al imperio romano en el siglo II, consiguiendo extender el reino nabateo hasta Egipto, y llevando su capital, Palmira, hacia el esplendor, proliferando el arte y la cultura.

El templo de Bel es el mejor ejemplo de lo que fue la grandiosidad de Palmira. Construido en el año 32 para rendir culto a Baal, divinidad religiosa de los pueblos de Asia menor, esta construcción es la cabecera de una hilera de columnas de 1.200 m de longitud, el eje principal de la vieja ciudad que llegó a albergar a 200.000 habitantes. Al final de la columnata, adentrándose en las montañas, se encuentra el Valle de las Tumbas, un lugar inquietante y desolador en el que se levantan altas torres funerarias donde descansan las familias nobles de la ciudad.

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