MI AMADA INDIA

¡La India! Un continente, un inmenso mosaico de pueblos, de razas, de castas, de religiones y de culturas. Un país de seiscientas mil aldeas, de mil doscientos millones de hombres donde se habla más de setecientos cincuenta idiomas. Donde se adoran veinte millones de divinidades. Una sorpresa perpetua. Un encandilamiento constante. Una multitud de espectáculos donde lo sublime se mezcla a veces con lo atroz, pero donde la belleza se impone siempre y en todas partes. Así comienza este artículo de Dominique Lapierre, quien nos descubrió hace más de cincuenta años el subcontinente bello y atroz, un escritor que dona parte de sus royalties a la creación de escuelas, hospitales, clínicas ginecológicas, barcos-hospitales que surcan el Ganges llevando asistencia a lugares remotos y olvidados. Y eso entre tantas otras cosas.

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Dominique Lapierre.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Por Dominique Lapierre para GEA PHOTOWORDS

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Hace medio siglo que recorro la India y nunca ha dejado de embrujarme, de conmoverme, de revelarme nuevos tesoros y de colmarme de nuevas alegrías. Serían necesarias diez vidas para captar todos sus misterios. Al viajero occidental que quiera descubrirla, le sugiero una iniciación lenta y gradual. Porque la India es un choque, que puede provocar un rechazo total, pero que la mayoría de las veces desemboca en una loca pasión.

A sólo una hora de Airbus de Delhi o Bombay se encuentra uno adentrado en la India fastuosa de los Maharajás. Sus reinos ya no existen, pero sus palacios y sus tesoros todavía sobreviven. En Mysore, ex capital de uno de los Principados más ricos, el festival de Dashera es un gozo a la vez elitista y popular. Mysore nos ha dejado sus jardines, sus monumentales avenidas y el palacio más extravagante jamás construido por un soberano. Durante seis días y seis noches, estás engullido por un río de elefantes encaparazonados de oro y plata, de dromedarios y de caballos finamente enjaezados. Cada noche, el descendiente del último Maharajá aparece sobre su trono de oro. En la última noche, trono y soberano son colocados a lomos de un elefante suntuosamente decorado para un último desfile en medio de una población enfebrecida. Tras el real paquidermo sigue un segundo animal. Parece extraño no ver a nadie en su palanquín, hay que saber que transporta «¡las almas de los difuntos Maharajás!»

Unos días más tarde, encuentro una nueva y maravillosa sorpresa. En la carretera de Bangalore, mi coche se encuentra de pronto entre un mar de peregrinos que caminan hacia una estatua colosal erguida en la cima de una colina. En esta multitud dispar y sorprendente se mezclan ricos mercaderes, mujeres cubiertas de joyas, penitentes con el cráneo afeitado, religiosas vestidas de blanco y con el rostro cubierto de máscaras, ascetas tan desnudos que se les llama «vestidos de espacio», niños de todas las edades… El responsable de esta inmensa procesión es Bahubali, el hijo más joven del primero de los veinticuatro profetas de la religión de los Jainistas, cuya estatua, cada doce años, recibe la unción de miles de litros de agua sacada de los ríos sagrados de la India y de un diluvio de leche, de jugo de caña, de granos de arroz, de polvo de azafrán y de sándalo. Los fieles se empujan para recibir su parte de este divino monzón. Ponen sus ropas a remojo y luego las escurren de manera que el preciado líquido se vierta en los frascos que se llevarán luego a casa. Las imágenes de loco fervor no se han difuminado todavía cuando los faros del coche iluminan una señal a la entrada de la ciudad de Bangalore: «India’s satellite and Space Centre». El Centro espacial de satélites se encuentra a unos cinco kilómetros. Otro camino del cielo. ¡Este país bendito no conoce la gravedad física! Ni la indiferencia hacia todas las expresiones de lo sagrado. De todos los lugares de fe y de esperanza que pueda encontrar el viajero, ninguno constituye a mis ojos una etapa más intensa que la ciudad santa de Benarés, auténtico faro que atrae multitud de hindúes sedientos de eternidad.

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Dominique Lapierre y su esposa en los Sunderbans, Bengala.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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El más venerado entre sus mil santuarios es la orilla occidental del río que la baña, el Ganges, ese gran canal fúnebre y purificador, río de dioses para los ochocientos millones de seguidores del brahmanismo. ¡Que impresión mezclarse al alba con los peregrinos para bajar con ellos hacia los ghats, esas monumentales escaleras de piedra que quedan al río! La mayoría han caminado durante semanas o meses para venir a purificarse en el agua sagrada. Muchos, sintiendo su fin próximo, han venido hasta aquí para morir con la esperanza de alcanzar, sobre la pira de su cremación, la liberación definitiva del ciclo de las reencarnaciones. Todos han aportado una ofrenda de copas de hojas sobre las que arde una llama en un poco de alcanfor o de manteca derretida. Metidos en el agua hasta la cintura, los fieles se abandonan a la meditación. Esperan de nuevo el milagro que las multitudes indias saludan cada día con tanto fervor, la aparición de Surya, el Dios del Sol, origen de todas las formas de vida. Al atardecer, cuando el sol desaparece en el horizonte, me apresuro a regresar al borde del Ganges para escuchar piadosamente el mugido de las caracolas. Ese es otro de los mil ritos de la ciudad santa, el culto al crepúsculo. En las escaleras que bajan al río, sacerdotes con el cuerpo blanco de ceniza agitan unas campanillas al hacer la ofrenda de los cinco elementos a los dioses: el agua, el fuego, el aire, y un trozo de tela que, según la tradición hindú, «envuelve todas las cosas del universo». La ceremonia se prolonga hasta que se hace de noche.

Cinco y media de la madrugada en Lower Circular Road, una ancha avenida de Calcuta, la antigua capital del Imperio de la Reina Victoria cuyos monumentos y palacios siguen siendo testigo del pasado esplendor. Las aceras reventadas están llenas de gente que duerme arropada en sus dhotis como en sudarios. En el número 54/A se encuentra un gran edificio gris, la casa madre de la congregación de las Misioneras de la Caridad fundada por la Madre Teresa. En el primer piso, una gran sala sin muebles, con las ventanas abiertas sobre el barullo de la ciudad que amanece, sirve de capilla. En la pared detrás del altar, un simple crucifijo de madera con una inscripción encima: «I THIRST – TENGO SED». ¡Que emoción descubrir, arrodillada al fondo de la habitación sobre un viejo saco de esparto, «la Santa de Calcuta», esta viejecita arrugada como una nuez cuyos labios tiemblan con una oración perpetua.

«Bendita seas, ciudad de Calcuta de tan mala reputación, porque en las dificultades que te abruman hoy por los millones de hombres desamparados que vienen a sobrevivir en tus callejuelas y tus barrios de chabolas, has sabido engendrar santos.»

Me encuentro todos los días con un centenar de candidatas a la Santidad en la capilla de la Madre Teresa. Jóvenes indias con la piel oscura venidas de todas las regiones del país para tomar el velo blanco con borde azul de las Misioneras de la Caridad y aportar un poco de amor y de alivio a los hombres mas desamparados de este planeta. Después de la misa, hacia las seis, abandonan el convento de dos en dos para acudir en autobús, en tranvía o a pie, a los morideros, los orfanatos o los dispensarios de la Madre Teresa. Cuando estas frágiles siluetas se dispersan en las calles de la ciudad desastre, una onda de generosidad y de amor se extiende por su rostro, como una vibración portadora de esperanza que anuncia a los desamparados: «Estamos aquí, os queremos, no tengáis miedo.»

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Dominique Lapierre en una manifestación en Bhopal.

FOTO  ©  Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Son miles, –cristianos, hindúes, musulmanes o ateos; indios o extranjeros– los que reparten cada día en esta ciudad refugio el mismo mensaje de amor para los desheredados. En «La ciudad de la alegría», he contado un poco su fantástica epopeya. Que todo viajero interesado por la suerte de su prójimo aproveche su estancia en la India para hacer una peregrinación a ese lugar de nombre tan paradójico, para aprender como se socorre a los débiles, a los huérfanos adoptados por sus vecino y a los ancianos que no solo son aceptados sino venerados.

La India nos ofrece uno de los patrimonios de monumentos históricos, de palacios y templos sagrados más ricos que existen en el mundo. Pero la India, son también las catedrales nucleares de la bahía de Bombay, los satélites educativos que giran en el espacio para colmar la sed de saber de inmensas multitudes o los milagros de la revolución verde del Punjab que ha contribuido a suprimir la hambruna. También los sublimes paisajes de las plantaciones de té que trepan por las ladera del Himalaya; las inmensidades lunares de Ladakh; el espectáculo maravilloso de Cachemira; las junglas repletas de tigres y de elefantes salvajes en Kerala o en Assam; las esculturas barrocas de las iglesias de Goa; los impresionantes templos bramánicos de Orissa y de Tamil Nadu.  Es siempre un hormigueo enloquecido, una cascada perpetua de imágenes y de sensaciones fuertes.

Para mí, esta tierra que ha dado al mundo a Buda, Mahavira, Gandhi, Ramakrisna y tantas grandes almas y maestros espirituales, es ante todo y seguirá siendo siempre una fuente inagotable de humanidad; un tesoro de hombres, de mujeres y de niños cuya dignidad, coraje y generosidad barren tantas ideas falsas y tantos a priori anclados en nuestra conciencia de occidentales.

Después de tantos viajes, siempre tan ricos en descubrimientos y en encandilamentos, si tuviera que guardar en mi memoria una sola imagen de este país fascinante, sería el rostro de esa niña que me encontré una tarde en un sendero de Bengala. Tenía la piel sobre los huesos y parecía hambrienta. Regresaba de su escuela situada a varios kilómetros de su aldea. Al alegre «Namasté» que me dirigió, acompañado de una sonrisa luminosa, le respondí ofreciéndole dos galletas que tenía en mi bolsillo. Me dio las gracias y siguió su camino. Unos metros allá, se cruzó con un niño todavía más famélico. La pequeña se acercó al niño para compartir con él sus galletas.

Entendí ese día lo que quieren decir mis amigos de Calcuta cuando afirman que «todo lo que no se da, se pierde». Comprendí también la grandeza del mensaje de este poema leído, un día, sobre el muro de una estación en Kerala:

Si tienes dos pedazos de pan
Da uno a los pobres
Y vende el otro
Para comprar jacintos
Y alimentar tu alma.

Ojalá las páginas de este artículo puedan conducir al viajero por los caminos de mi amada India para que así descubra las mil caras de este país continente.

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Dominique Lapierre hijo de diplomático, periodista, aventurero y escritor, nació en Châtelaillon, en la región francesa de Poitouen en 1931. A los diecisiete años escribio «Un dolar cada mil kilómetros» , que constituyó unos de los mayores exitos editoriales franceses de la posguerra. Dedicado al periodismo durante diez años realizó grandes reportajes para la revista París- Match. En 1960 se asoció con el periodista y escritor norteamericano Larry Collins, en colaboración con el cual ha escrito una serie de obras que se han convertido en best-sellers internacionales » Arde París » ;» O llevarás luto por mi» ; » Oh Jerrusalen » ;» Esta noche » , » La libertad» ; » El quinto jinete «. Publicados en más de treinta idiomas y leídos por millones de lectores. Desde 1980 desarrolla una activa labor en favor de los hijos de los leprosos de Calcuta. Fruto de sus visitas a esa ciudad es el libro «La ciudad de la alegría » , al que ha seguido otro sobrecogedor testimonio , «Mas grande que el amor» , en torno al sida. Ec co-autor de «Era Medianoche en Bhopal» con Javier Moro, miembro de GEA PHOTOWORDS. A sus 81 años, Dominique Lapierre es un entusiasta defensor de la libertad y los derechos humanos, una vocación que se refleja en su obra, llena de compromiso con los que menos tienen y los que más sufren.

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