UNA NOCHE EN LA CIUDAD MÁS VIOLENTA

El periodista Nacho Carretero y el fotógrafo Ángel López Soto, miembro de nuestra organización, acompañan al reportero local Orlin Castro en su ronda nocturna por las calles de la localidad hondureña de San Pedro Sula, la ciudad con mayor número de asesinatos en el mundo por número de habitantes: `En el barrio donde yo crecí veía muertos todos los días´. 

 

Policía hondureña en `la frontera´entre las maras Salvatrucha y M18. San Pedro Sula.

Foto © Ángel López Soto

 

Una noche en la ciudad más violenta

Le preguntaron quién era y qué hacía allí. Álex les explicó –lo intentó– que antes era vecino de aquella colonia. Dijo que se había mudado y que ahora estaba visitando a una amiga. No le creyeron. Pensaban que Álex pertenecía a una pandilla vecina y que estaba allí espiando, rastreando información. Entonces le plantearon lo de la bala y Álex asumió que iba a morir como lo asumen decenas de personas cada día en San Pedro Sula, que es la segunda ciudad más poblada de Honduras.

El giro en el guión llegó cuando los pandilleros ofrecieron a Álex salvar la vida a cambio de trabajar para ellos: le dejarían marchar si les llevaba información sobre la pandilla de su barrio. Aceptó y estuvo varios días informando hasta que la tensión lo aplastó y decidió huir de la ciudad.

Álex permaneció meses fuera, en un pueblecito donde tenía familia. No regresó hasta que el miedo le dio un respiro. Desde aquel día Álex sabe que no debe entrar en un barrio distinto del suyo. Si lo hace, puede morir. Así son las cosas en la ciudad más violenta del mundo.

 

San Pedro Sula / Infografía: Luis Sevillano
 
San Pedro Sula
Infografía Luis Sevillano
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ACTO I

LA HABITACIÓN DEL HOTEL

 

Orlin Castro tiene 27 años. Desde hace 10 trabaja como reportero cubriendo los asesinatos que se suceden en San Pedro Sula. Llega a la cita puntual en el vestíbulo de un hotel. En cuanto la conversación coge ritmo, pide subir a una habitación. No puede hablar si no tiene la garantía de que nadie está escuchando. Cualquiera puede pertenecer a una pandilla: ser conocido o colaborador o familiar.

Los tentáculos de las maras llegan a todos los rincones de la ciudad. Una recepcionista, un camarero, un señor que pasa por ahí. “Todo el mundo es amigo, hermano, empleado”, dice. “Son como una tela de araña”.

Orlin es uno de los pocos reporteros que trabajan de noche en San Pedro Sula. Salir a la calle más allá de las 11 no es aconsejable en este lugar. Orlin agarra su coche, recorre las calles con una radio en la mano y escucha la frecuencia de la policía para saber dónde debe acudir.

Cuando llega a la escena del crimen, coge el micrófono, se aclara la garganta y explica lo sucedido. Sus palabras suelen ser asépticas: la hora del asesinato, el número de disparos y su traslado a la morgue. “Nunca sabes quién está escuchando. El propio asesino muchas veces está entre la gente, observando, como uno más”.

“Empecé en esto a los 16 años”, dice Orlin. “Entonces estaba en el Canal 6 y al principio trabajaba como camarógrafo. Después empecé a hacer yo las entradillas y ahora soy freelance”. Su cámara es ahora Álex, el chico al que le dieron a escoger la bala que lo mataría.

“Tengo un equipo de fútbol en el que intento desviar a los chicos de las pandillas”, dice Orlin. “Les consigo trabajos o les echo una mano. Álex tenía que estar muerto pero ahora es mi camarógrafo”. Álex, delgado y con una camiseta negra, sonríe sentado en un rincón de la habitación.

 

El periodista Orlin Castro.
 
El periodista Orlin Castro y Álex a su izquierda.
Foto ©  Ángel López Soto
 
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–El primer muerto que cubrí fue en Villanueva. Era un cuerpo podrido.

–¿Estabas nervioso?.

–Bueno, en el barrio donde yo crecí veía muertos todos los días. En las colonias los niños ven muertos a diario. Cuando vi mi primer muerto como periodista, antes ya había visto mil.

Orlin se crió en Chamelecón, una colonia infestada de pandillas. Siendo un adolescente, se mudó con su familia al barrio de Cabañas, otra zona caliente de la ciudad. “En una de mis primeras mañanas”, recuerda, “me levanté para ir a la escuela y cuando abrí la puerta de la calle cayó un cuerpo muerto hacia dentro. Lo habían matado en la puerta de nuestra casa mientras dormíamos. Era un tipo al que apodaban Van Nistelrooy”.

Después de una década de experiencia en las calles de San Pedro, Orlin tiene los mejores contactos de la ciudad. Conoce a los jefes de las pandillas, a los dirigentes policiales y a los políticos de la ciudad. No hay un suceso aquí que no pase por sus oídos. En ocasiones son las propias pandillas quienes avisan a Orlin de que una matanza planea sobre alguna de las barriadas de la ciudad.

“Son chicos con los que iba a la escuela y que ahora son jefes de pandillas”, dice. “Uno de los dirigentes de la Mara Salvatrucha que ahora tiene 50 años me recogía en la escuela. Me conocen. Saben quién soy”.

El acceso a las maras no le ha evitado algún susto. El periodismo es una profesión de alto riesgo en San Pedro Sula y ser reportero de sucesos es aún más peligroso. “Estamos todos amenazados y yo vi el final cerca varias veces”, dice Orlin.

Una de esas veces llegó cuando el periodista llegó con su cámara al lugar donde habían asaltado un furgón. Su presencia evitó que los delincuentes pudieran negociar con la policía y los agentes se vieron obligados a arrestar a los asaltantes. “Dos días después, me cruzaron un coche delante y empezaron a disparar”, recuerda. “Aceleré y me metí por un cultivo hasta que los dejé atrás”.

“¿Qué hiciste? ¿Lo denunciaste?”. Orlin sonríe. “Uno de los que iba en el coche disparando era policía”.

Desde entonces, Orlin va armado.

 

Oficial de policía.
 
El oficial Banegas de policía hondureña.
Ángel López Soto
 

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ACTO II

EL SICARIO QUE SE HIZO TAXISTA

 

Desde hace dos días, Orlin tiene el coche en el taller. De modo que la ronda nocturna por la ciudad la hace con un taxista de su confianza al que llaman Pollito. Esperamos a Pollito en la entrada del hotel. Ya ha anochecido y apenas se ve gente caminando. Por la acera de enfrente avanza un grupo de chavales con paso apresurado.

Uno de ellos parece llevar un palo en la mano. “Son paisitas”, dice Orlin. “Están vigilando el territorio. Si ven a algún extraño, corren a contarlo a los mayores”. La conclusión es dramática: a partir de una hora, si caminas por San Pedro Sula, te van a interceptar. Las autoridades no pintan nada. La ciudad –desierta después de las once– pertenece a las bandas.

San Pedro encabeza por cuarto año consecutivo el ranking de las 50 urbes más violentas del mundo. Una lista en la que sólo hay dos poblaciones que no están en América.

Según datos de la organización mexicana Seguridad, Paz y Justicia, San Pedro Sula sufrió 1.317 asesinatos en 2014. Su población no llega a los 770.000 habitantes y la tasa es apabullante: 171 homicidios por cada 100.000 vecinos. Es como si en Valencia hubiera entre tres y cuatro asesinatos al día.

 

Antonio Delgado
 
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Antonio Delgado
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Las autoridades de San Pedro se defienden. Explican que sólo hay una morgue en la provincia y que los muertos de los cinco departamentos periféricos se registran en la ciudad engordando la lista. Si se descontaran los homicidios de esos departamentos, la urbe descendería al número 45 en la lista de las más violentas.

Al volante de un taxi blanco, destartalado y con la luna delantera agrietada, llega Pollito. El motor gime cansado. Lleva días encendido. “Si lo apago, ya no se enciende, tiene mal algo”, dice el taxista encajado entre el volante y el asiento, con una cadena de plata al cuello y la frente llena de sudor.

“Le llaman Pollito porque en la cárcel, cuando servían comida, él siempre decía: para mí sólo pollito”, dice Orlin y todos se ríen.

Antes de ser taxista, Pollito fue sicario. Su banda se llamaba Pico Urraca y era un grupo de asesinos a sueldo que trabajaba para las maras y los narcotraficantes.

“Te digo la verdad”, cuenta sin apartar la vista de la carretera. “Empecé a matar por gusto. A mi papá lo asesinaron en un robo cuando yo era crío y desde entonces tenía claro que debía matar a los ladrones. Así que con 15 años empecé a salir con un amigo en coche cada noche. Cada persona que veíamos, la parábamos y la matábamos”.

Pollito admite haber matado a 15 personas. Por cada una se embolsó unos 50.000 lempiras: el equivalente a unos 2.000 euros. “Antes de cualquier acción, avisábamos a la policía”, dice. “Es como se hace aquí. Ellos te dicen: tienes media hora. Y después de ese tiempo, aparecen”.

En una paradoja aparente, Pollito acabó en la cárcel por un robo que no cometió (o que asegura no haber cometido) y fue dentro del penal donde ejecutó sus mayores atrocidades. Entre otras cosas, asegura que decapitó al jefe de seguridad del presidio y colocó su cabeza sobre un muro para practicar el tiro al blanco.

“Yo le pido a Dios cada día que me perdone. Estoy muy arrepentido y rezo por mi perdón”, dice cuando paramos a tomar un café en una gasolinera. Después agacha la cabeza, baja el tono y añade: “Todavía hoy siento ganas de matar. Es adictivo, tengo la tentación. Pero cuando me ocurre me pongo a orar y se me pasa. Ya llevo seis meses sin matar”.

 

Ruta nocturna por San Pedro Sula.
 
Ruta nocturna por San Pedro Sula con `El Pollito´ al volante.
Foto ©  Ángel López Soto

ACTO III

EL TABLERO

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La primera parada de la noche después del café es la estación de policía de Cabañas. Se trata de una garita en cuya desconchada trastienda duermen amontonados los agentes mientras uno solo hace guardia.

Cabañas es un barrio castigado de la ciudad. Hoy ya ha habido dos asesinatos, uno de ellos a unos 100 metros de la comisaría. Un chico pasa varias veces en bicicleta mientras charlamos con el policía. “Es de una pandilla. Irá a avisar. Ya saben que estáis aquí”, dice el agente como quien habla del tiempo.

La comisaría está a dos manzanas de la calle que divide Cabañas en dos mitades. Una está controlada por la Mara Salvatrucha (conocida como la MS) y la otra por la Mara 18. Quien cruza la frontera muere. La calle que separa a las maras siempre está desierta.

Cabañas no es un barrio peligroso donde tal vez pueden robarte o asaltarte. No es uno de esos vecindarios españoles donde no es recomendable entrar. Es una parte del tablero de un juego de mesa en el que se libra una guerra mientras la ciudad intenta seguir su curso.

Cada barrio de San Pedro Sula es un territorio controlado por una pandilla, una mara o una banda de sicarios. En las zonas del centro, el control es parcial y por el día la gente llena las calles. Sólo los vecinos pueden entrar en el resto de barrios.

Colonias como Cabañas están bajo el control absoluto de las pandillas. El rostro de un extranjero o de un vecino que no vive en esa colonia es sospechoso de pertenecer a otra pandilla y es interceptado, interrogado y casi siempre asesinado. Es lo que le ocurrió a Álex y lo que le ocurre a cualquier recién llegado. Si eres adolescente, mudarse de colonia en San Pedro Sula es un trauma y hasta una sentencia de muerte.

Las dos bandas más fuertes son las nombradas MS y 18. La policía las considera maras. Es decir, grupos pandilleros muy fuertes, muy armados y con intereses en el narcotráfico. No son meras pandillas callejeras.

La MS trabaja para el cartel de Sinaloa según explica un agente de policía: “Esta ciudad es un centro de operaciones para los carteles. Aquí se llevan a cabo las transacciones y los pagos. San Pedro Sula es zona libre”.

 

La Colonia Rivera-Hernández.
 
La Colonia Rivera Hernández.
Foto ©  Ángel López Soto
 
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Por debajo de las maras están las demás pandillas: Los Lanchanos, Los Tercereños, El Combo que no se Deja, Los Batos Locos, Los Gansos… Cada una tiene su territorio.

En paralelo conviven los grupos de sicarios, que trabajan por encargo y odian a los pandilleros. Viven en las llamadas ‘casas locas’, lugares donde encierran, torturan y asesinan a los incautos que se adentran en su territorio.

Todo el muestrario se resume en una paradoja: en las colonias donde no hay pandillas el número de asaltos y robos se dispara. “A un delincuente no se le ocurre entrar en la calle de una pandilla y muchos vecinos prefieren convivir con los mareros”, cuenta Orlin.

En este paisaje la cultura de la violencia prende en cada rincón y los vecinos la ven como algo normal. “Los pandilleros matan también por gusto, sin motivo”. Se lo facilita la impunidad casi absoluta que existe en Honduras: más del 85% de los homicidios no se llega a investigar, según datos de Human Rights Watch (HRW).

Antes de proseguir con la excursión, el agente de policía pregunta por Europa. Se le adelanta en la respuesta Orlin, que hace unos meses estuvo en Suiza. “Allí hay un asesinato cada cuatro años”, dice ante la cara incrédula del policía antes de añadir: “Y hay países en los que la policía no lleva pistola”.

Entonces sí, el agente empieza a reír a carcajadas.

 

Estación policial de Cabañas.
 
Estación policial de Cabañas.
Foto ©  Ángel López Soto
 
 
 
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ACTO IV

EL FANTASMA DEL NARCO

 

“Tenéis valor de estar aquí”. Así nos da la bienvenida en las profundidades de la noche de San Pedro Sula un policía de la comisaría de La Unión, una de las colonias más peligrosas de la ciudad.

En el trayecto hacia nuestra segunda parada, Orlin nos había puesto sobre aviso. Mientras avanzábamos por una recta con las farolas rotas, señaló a su derecha, donde se sucedían casas bajas y vegetación reseca en los rincones. No había un alma a la vista.

“Todo ese lado es territorio de la 18. Si girásemos ahora, mañana seríamos portada”. Y Orlin recita el titular: “Periodistas extranjeros ultimados por pandilleros de la 18”. Y se ríe quién sabe si para aliviar la tensión o porque ya es inmune al peligro.

 

Policía patrullando en la Colonia Cabañas.
 
Policía patrullando en la Colonia Cabañas.
Foto ©  Ángel López Soto
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“En realidad ellos ya saben que estamos aquí”, añade Pollito mientras nos sentamos en la escalera de la entrada de la comisaría. “¿Quién pasa en coche por aquí a estas horas? Nadie, ya te lo digo yo”.

Las pandillas en Honduras tiene una base social. “Muchos niños aquí se quedan solos”, explica Orlin. “Los padres emigran o trabajan 15 horas al día y los niños no tienen referentes ni autoridad. Por eso se unen en grupos y ésa es su familia. La cultura tan tremenda de la violencia que hay aquí hace el resto. Casi ningún pandillero se hace pandillero porque quiere”.

El taxista que trabajaba antes para Orlin es el ejemplo perfecto. Es un hombre trabajador que decidió invertir sus ahorros en una pequeña empresa de taxis. Enseguida la pandilla del barrio empezó a extorsionarle. Le llevaron casi a la ruina y cuando ya no pudo pagar, asesinaron a su hermano. Aquel hombre, llamado Armando, decidió enrolarse en la pandilla rival en busca de venganza. Hoy es uno de los jefes de la Mara Salvatrucha.

En estas organizaciones se empieza como traca-traca. Un traca-traca es un chaval de 13 o 14 años que menudea droga y vigila el barrio.

Al cumplir 15 años, a esos chicos les ascienden a paisas, un rango que les permite ir armados y ejecutar asesinatos. Luego se convierten en pandilleros y al final llegan a jefes de sector. “Y si seguimos subiendo, ¿hasta dónde llegamos?”, le pregunto a Orlin. “Si seguimos subiendo, llegamos al Congreso”, dice y se vuelve a reír.

La corrupción política y policial que sufre Honduras alimenta a las pandillas. Muchos policías están en connivencia con las bandas. El agente que nos recibe en la comisaría explica que gana 8.000 lempiras al mes (unos 327 euros) y desvela que la chaqueta del uniforme que lleva puesto se la tuvo que comprar él. Unos amigos le dejaron dinero para cambiar las ruedas de la moto oficial.

“La policía teme sobre todas las cosas a las pandillas. No podemos con ellos”, explica un agente que pide preservar su anonimato. Luego hace una pequeña pausa. “Escucha, hermano, aquí las maras son una pieza más de una estructura muy fuerte, muy peligrosa. Aquí hemos visto alChapo Guzmán. Lo que está sucediendo en San Pedro Sula es muy grande para la policía. En esta ciudad mandan ellos. No hay autoridad”.

 

Mercado de Guamilito.
Mercado de Guamilito.
Foto ©  Ángel López Soto
 

EPÍLOGO

 

Orlin vive en una cuenta atrás. Su vida es un delicado equilibrio que puede romperse en cualquier momento. Un error que enfade a alguna de las partes y se acabó.

El margen de maniobra se estrecha. “Me queda poco en Honduras. Llegará un momento en el que me tenga que ir. Lo tengo asumido”, explica. “Me iré a Estados Unidos como ‘mojado’ [inmigrante que cruza irregularmente la frontera] y allí pediré asilo. Mi mujer quiere irse ya, tenemos una niña pequeña. Pero yo creo que lo que hago es necesario y me gusta hacerlo”.

El problema de Orlin es el de la sociedad de San Pedro Sula. “No me afecta ver un muerto ni me afecta la violencia”, dice. “Lo veo como algo normal y eso me preocupa. Es lo que le pasa acá a todo el mundo. Que los muertos son lo normal. La violencia es lo normal”.

Son las seis de la mañana. Está a punto de amanecer. Durante toda la noche no ha habido un solo aviso de asesinato. “De verdad que es muy raro”, se despide Orlin con un apretón de manos, casi como disculpándose. El alba traerá la normalidad: dos cadáveres metidos en sendas bolsas de plástico. Uno de ellos, muy cerca de la gasolinera donde tomamos café.

 

 (publicado originalmente en El Español)

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