BHOPAL – 26 AÑOS DESPUÉS

Pasada la medianoche del 3 de diciembre de 1984, una fuga de 42 toneladas de isocianato de metilo provenientes de la fábrica de pesticidas propiedad de la compañía estadounidense Union Carbide (parte de cuyos activos fueron posteriormente adquiridos por Dow Chemical) llenaron el aire en los barrios cercanos con efectos devastadores. La nube tóxica causó 20.000 muertos, 150.000 enfermos crónicos y cerca de 600.000 afectados. Las víctimas de la sentencia se sienten defraudadas por la reciente ridícula sentencia de un tribunal indio por la que los responsables eluden la prisión con una fianza de 88 euros.


FOTOS  ©  ANGEL LÓPEZ SOTO, miembro de GEA PHOTOWORDS

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Años atrás nos encontrabamos con Javier Moro y Dominique Lapierre en Bhopal, ellos concluían la investigación de tres años para el libro que titularon ERA MEDIANOCHE EN BHOPAL,  yo documentaba graficamente las consecuencias de la tragedia y entrevistabamos a los sobrevivientes del siniestro para un artículo que publicó EL PAÍS en su suplemento del domingo. Hicimos más de un viaje a ese fatídico escenario.

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Hoy las víctimas y familiares califican de ridícula la sentencia contra los directivos de Union Carbide -responsable del accidente que causó 20.000 muertos, 150.000 enfermos crónicos y cerca de 600.000 afectados-, que eluden la prisión con una fianza de 88 euros, y han advertido que el fallo del tribunal revela los «defectos» de la justicia y es un ejemplo de que los sucesivos gobiernos indios «no han hecho nada por las víctimas». Para evitar incidentes tras la sentencia se han prohibido reuniones de más de cuatro personas, por lo que no se permitirán manifestaciones, protestas o cánticos cerca del tribunal, según el juez Rajneesh Shrivastava. Los detalles de la sentencia está aun por determinar.

ÁNGEL LÓPEZ SOTO

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TEXTO DE JAVIER MORO, MIEMBRO DE GEA PHOTOWORDS, PUBLICADO EN EL PAÍS EN FEBRERO DE 2000 DESPUÉS DE TRES AÑOS DE INVESTIGACIÓN PARA EL LIBRO ESCRITO CON DOMINIQUE LAPIERRE «ERA MEDIANOCHE EN BHOPAL»


El 26 de enero pasado, mientras un violento terremoto sacudía el oeste de la India y hundía el país en una enorme catástrofe, en una barriada de la ciudad de Bhopal, en el corazón del subcontinente, tuvo lugar una ceremonia cargada de emoción que traía a la memoria otro desastre, ocurrido hace 16 años.  En un silencio sobrecogedor, tres centenares de víctimas, supervivientes del accidente provocado por un escape de gas tóxico de una fábrica de pesticidas de la multinacional norteamericana Union Carbide, se congregaron frente a la Clínica Sambhavna, una pequeña institución fundada por un grupo de médicos independientes y de activistas, dedicada a tratar a las víctimas más pobres y más abandonadas de la catástrofe industrial más mortífera de la historia.  Estaban allí reunidos para dar la bienvenida al «gran hermano ‘Dominique dada'», muy conocido en otras partes de la India por su infatigable labor humanitaria.  Dominique Lapierre venía a inaugurar una clínica ginecológica financiada por él y por su mujer.  Una clínica dotada de un equipamiento puntero, indispensable para ayudar al diagnóstico precoz de una de las secuelas que más afectan a las mujeres víctimas de la tragedia: el cáncer del cuello del útero.  «Esta clínica que tenemos la intención de ampliar es una isla de esperanza para vosotros» les dijo Lapierre. «Tened la seguridad de que no os olvidaremos».  Una a una, las víctimas subieron al estrado improvisado en plena calle para hablar del sentimiento de abandono y de injusticia que les atenaza desde aquella noche fatídica.  Sus testimonios sonaban como una advertencia a todos los aprendices de brujo que amenazan la supervivencia de nuestro planeta.

Muchos de los que hablaron aquel día eran viejos conocidos de Lapierre y míos.  En los tres años de investigaciones necesarios para escribir ‘Era medianoche en Bhopal’, un libro que cuenta el surgimiento y el posterior hundimiento del sueño industrial que supuso la construcción de la fábrica de Union Carbide, hemos entrevistado a los principales actores, grandes y pequeños, de esta catástrofe que causó entre dieciséis mil y treinta mil muertos y más de quinientos mil heridos.

Lo que más nos sorprendió la primera vez que llegamos a Bhopal fue descubrir que aquello no era un escenario industrial devastado, sino una ciudad  llena de cultura, de historia y de belleza.  Por sus lagos centelleantes como diamantes, por las murallas deslumbrantes de sus palacios, por las finas cúpulas de sus mezquitas, antaño era conocida como la Bagdad de la India.  Mimada por los Ingleses en tiempos del Imperio,  eficazmente administrada por varias generaciones de Begums, mujeres que a pesar de llevar la burqa de la cabeza a los pies eran tolerantes y progresistas, la ciudad había crecido alrededor del centro histórico de sus monumentos y de sus bazares para convertirse, con sus 800.000 habitantes, en la capital del nuevo estado de Madhya Pradesh después de la independencia.  En pocos años, pasó a ser una metrópolis dinámica capaz de atraer a varias empresas, entre las que destacaba la compañía americana Union Carbide, un gigante mundial de la petroquímica, que estaba presente en otras partes de la India desde principios de siglo. Las pilas y las linternas que salían cada año de sus fábricas aportaban la luz en la profundidad de las aldeas mas apartadas del subcontinente. Por ello, Union Carbide era objeto de una auténtica veneración.

La historia de la fábrica de Bhopal empezó como un cuento de hadas. La idea era librar a la India de la maldición ancestral de sus hambrunas proporcionando a sus cuatrocientos millones de campesinos un arma absoluta capaz de exterminar los insectos que destruían sus cultivos. El arma se presentaba bajo la forma de un polvo blanco bautizado con el nombre de Sevin, un pesticida patentado por Carbide a finales de los sesenta. Ese pesticida tenía la peculiaridad de ser biodegradable, contrariamente a su predecesor, el DDT.
Si para las familias de chabolistas, atraídas por el milagro de un empleo, la fábrica de Bhopal representaba la encarnación en la tierra de la diosa de la prosperidad, para los ingenieros indios que participaron en su diseño y construcción, supuso un desafío extraordinario.  Y es que la India de los santones desnudos y de los elefantes encaparazonados tenía también otra cara, la de una potencia industrial y tecnológica en pleno desarrollo.    El arte de Carbide fue precisamente asociar las elites locales a sus ambiciones de globalización industrial.  «Era indiferente que uno estuviese en lo alto de la jerarquía, o fuese el mas humilde de los operadores, trabajar para Carbide era pertenecer a una casta aparte» confesaba el ingeniero Kamal Pareek, responsable de la seguridad.  Todo el mundo en Bhopal soñaba con tener un miembro de su familia que fuese empleado en la empresa. El prestigio era tal que familias muy alejadas no dudaban en venir a Bhopal en busca de un marido –de Carbide– para sus hijas.  Por su parte, los norteamericanos a quienes la instalación de su empresa en Bhopal habían bruscamente proyectado al corazón de la India, tuvieron la impresión de aterrizar en otro planeta. Nunca el ingeniero John Couvaras olvidó el espectáculo que descubrió una tarde al llegar a su casa.  Tumbada sobre el diván, a su joven esposa canadiense le estaban dando un masaje dos soberbias criaturas… que resultaron ser eunucos.  La aventura india era descrita por los ejecutivos norteamericanos como «un auténtico choque de culturas»: «¿Cómo conseguir que un sij barbudo y con turbante acepte ponerse una máscara y un casco para llevar a cabo operaciones peligrosas?» se preguntaba Warren Woomer, el primer director norteamericano de la fábrica.  «Me encontraba a la cabeza de un millar de indios de orígenes, castas, religiones, idiomas distintos… Era el desafío más duro de toda mi carrera.  Menos mal que el hada de la química intervenía para ponernos a todos, indios y norteamericanos, en la misma onda.»

Si el Sevin era inocuo, el problema es que su fabricación era altamente peligrosa porque entrañaba el uso del Isocianato de metilo,  –el Mic–, un gas muy volátil capaz de reaccionar de manera cataclísmica al más mínimo contacto con un poco de agua o con algún contaminante exterior.   Desde principios de los setenta, la fábrica de Bhopal importaba el Mic en barriles de doscientos litros. En sus primeras instalaciones lo «formulaba», es decir lo amalgamaba con arena y lo envasaba para su uso comercial.  De haber seguido así nunca se hubiera producido el accidente.  Pero los directivos de la multinacional, atraídos por el enorme mercado potencial que suponían los 400 millones de campesinos indios, decidieron fabricar el Mic in situ.   Para conservar el temible gas, mandaron construir tres enormes cisternas de acero inoxidable capaces de contener cada una 60 toneladas de Metil isocianato.  «Eso es como colocar una bomba atómica a las puertas de una ciudad» advirtió a sus superiores Eduardo Muñoz, un alto ejecutivo de Carbide que intentó oponerse a la idea de las cisternas.  «Me respondieron:  ‘Descuida, tu fábrica de Bhopal será tan segura como una fábrica de chocolatinas’ terminaron diciéndome para tranquilizarme.»  La unidad de alta tecnología destinada a la fabricación del Mic fue inaugurada el 4 de mayo de 1980 por el Presidente de la multinacional, Warren Anderson, que se desplazó a Bhopal en el jet privado de la compañía.
Pero los sueños de grandeza de los ingenieros y de los ejecutivos norteamericanos chocaron con la realidad de la India, un país impredecible a causa de sus sequías frecuentes o de sus monzones excesivos.  Varias sequías consecutivas arruinaron a los campesinos, que a partir de entonces no pudieron permitirse el lujo de comprar Sevin.  A falta de cumplirse las expectativas de ventas, el sueño de Bhopal empezó a convertirse en una pesadilla.   Una nueva dirección, encargada de aplicar un severo plan de ajuste para enderezar el balance contable, fue nombrada a la cabeza de la fábrica.  El ambiente de trabajo cambió súbitamente: de ser un lugar abierto, donde el más humilde operario podía aportar ideas y discutir con sus jefes, pasó a ser una estructura estratificada y jerarquizada.  El flujo de comunicación entre obreros y directivos se congeló.  El sentimiento que siempre habían tenido los trabajadores de que esa joya de la tecnología les pertenecía un poco, desapareció para siempre.

El domingo 2 de diciembre de 1984, esa fábrica que daba trabajo a un millar de empleados, estaba parada.  El sistema de refrigeración, susceptible de neutralizar una reacción incontrolada del gas, había sido una de las primeras víctimas del plan de ajuste de gastos: había sido desconectado.  Por si fuera poco, los tres sistemas principales de seguridad habían sido desactivados.  Pero las tres cisternas de la unidad de fabricación del Sevin contenían sesenta y tres toneladas del terrible Isocianato de metilo, lo que constituía una flagrante infracción a las normas de seguridad.
La primera señal de que ocurría algo anormal en el lugar de la fábrica de Union Carbide surgió poco después de medianoche.  El operario de guardia en la sala de control, Suman Dey, de 48 años, advirtió, mientras hacía su ronda rutinaria, un aumento anormal de la presión en un depósito que contenía 45 toneladas de Isocianato de metilo.  Dey intentó hacer funcionar las válvulas de seguridad, pero estas se encontraban bloqueadas.  Como los demás sistemas de seguridad estaban estropeados, Dey pidió ayuda. Era demasiado tarde, la substancia mortal contenida en el depósito empezó a escaparse por una válvula defectuosa.  Durante casi una hora, los vapores se acumularon sobre el depósito para finalmente formar una inmensa nube que la brisa nocturna impulsó suavemente hacia la ciudad.

Era una auténtica noche de invierno, húmeda y fresca.  Los indigentes que acampaban al final de los andenes de la estación habían encendido hogueras para calentarse.  En las inmediaciones de las escaleras de la gran mezquita, bajo los muros del Palacio de Shah Jehan, alrededor del altar del templo de Lakshmi a orillas del lago superior, mendigos, leprosos y peregrinos de paso se apiñaban alrededor de otros fuegos.  Las tiendas del bazar habían bajado sus persianas metálicas.  Centenares de culis dormían envueltos en mantas sobre carritos inmóviles.  Una a una, las luces de las viviendas de la avenida Hamidia, la arteria central de la ciudad, se habían apagado. En el norte brillaban, como una inmensa guirnalda de Navidad, las bombillas de la fábrica de Union Carbide.  Los amantes de la poesía, muy numerosos en Bhopal, se habían congregado en la Plaza de las Especias, en la ciudad vieja, para asistir a un recital del gran maestro de poesía urdú Jigar Akbar Khan.  Hasta los eunucos acudieron en tropel.  «La muerte aparece como una libélula silenciosa, como la espuma sobre el río…» recitó aquella noche el viejo poeta con barba blanca. ¿Era acaso una premonición?

Las volutas asesinas que se escapaban de la fábrica sobrevolaron primero el enjambre de chabolas pegadas a sus muros, matando instantáneamente a centenares de personas que dormían, envenenando atrozmente a otros miles. El lechero Karim Bablubai, que dormía bajo un cobertizo a cientos de metros de la fábrica, se despertó por los mugidos aterrorizados de sus vacas.  Tuvo justo el tiempo de ver desplomarse a varios de sus animales, antes de que sus ojos fuesen golpeados como por puñales.  Los vapores se precipitaron después sobre los barrios que bordean la avenida Hamidia hasta envolver la estación, causando centenares de otras víctimas a su paso.   Por doquier, la gente gritaba, corría, tropezaba; chocaban los unos contra los otros.  Muchos creían que una bomba atómica había caído sobre la ciudad, otros que el fin del mundo había llegado.
Mientras millones de partículas del despiadado veneno se esparcían por la ciudad, centenares, miles de personas salían de sus casas para escapar. Empujada por el viento, la nube de gas alcanzaba en casi todas partes al flujo humano que huía y que intentaba ponerse a salvo.  Enloquecidos, la gente corría en todos los sentidos con la ropa arrancada, los velos rotos, a la búsqueda de una bocanada de aire respirable. Algunos, cuyos pulmones estaban reventados, rodaron por el suelo con convulsiones atroces.
Entre todas las escenas insólitas que poblaron esa noche de horror, una en particular marcó a los escasos supervivientes del barrio de chabolas adjunto a la fábrica: la enloquecida huida de un hombre en calzoncillos y camiseta resoplando detrás de un carrito muy cargado.  Nada en el mundo podía impedir que el usurero de los barrios de chabolas, un sij llamado Pulpul Singh se llevase un bien más preciado que su propia vida, su caja fuerte repleta de billetes, de joyas, de relojes, de transistores, de dientes de oro, y sobre todo de escrituras de propiedad tomadas como prenda a los vecinos más pobres de la ciudad.
En coche, en rickshaw, en bicicleta, a pie, la población aterrorizada intentaba huir de la trampa mortal.  Multitudes cegadas por las quemaduras del gas, asfixiadas por el veneno, se diseminaban por el campo buscando oxígeno.  La gente se desplomaba en las calles, en las plazas, a lo largo de las carreteras.  Acostumbrado por sus ejercicios de ascesis a respirar solo una vez de cada tres o cuatro minutos, el Naga Baba, un santón desnudo que llevaba 30 años viviendo a la sombra de un tamarindo, apenas inhaló los vapores de la nube que pasaba.  Fue el único superviviente de su barriada.  A su alrededor y bajo los efectos del gas, otros cuerpos se dilataban, se hinchaban y se contraían antes de enderezarse como fantasmas.  En sólo unos minutos, los efluvios mortales mataron a 3.000 personas.  Otros miles morirían durante las semanas, los meses y los años siguientes.

La tragedia provocó un enorme impulso de solidaridad.  Pocas veces la India de las mil castas y de los veinte millones de divinidades se mostró tan unida en la desgracia.   Respondiendo a un llamamiento del decano del hospital, los farmacéuticos distribuyeron gratuitamente sus stocks de medicamentos.  Los estudiantes de la facultad de medicina estuvieron de pie durante tres días atendiendo a 20.000 pacientes.   Uno de ellos se inclinó sobre un niño que los vapores del gas estaban ahogando. No dudó en hacerle el boca a boca, insuflándole durante largos minutos aire de sus propios pulmones. Al arrancar el niño a la muerte, el estudiante inhaló el gas tóxico de sus pulmones y murió horas mas tarde.
Los enfermos eran tratados bajo las grandes tiendas de lona que habían servido la noche anterior para celebrar las fiestas de las bodas.  Decenas de organizaciones, cientos de empresarios y comerciantes se volcaron en la ayuda. La asociación de comerciantes de tejidos donó 10.000 sudarios.  Los transportistas ofrecieron sus camiones para traer a la ciudad madera para las cremaciones.
Shyam Babu, dueño del restaurante mas popular de Bhopal, reunió a su familia y a sus empleados para preparar veinte mil comidas que repartió gratuitamente a las víctimas.  Numerosas ciudades de la India enviaron camiones cargados de medicinas, de mantas y de ropa.  Voluntarios de distintas religiones desplegaban sábanas por todas partes para que la gente lanzase montañas de rupias.   Hasta el padrino mas temible de la mafia local, uno de los más afamados criadores de gallos de pelea de la India, se portó como un héroe, organizando el transporte de víctimas hacia el hospital.

En nuestro afán por descubrir por qué y como semejante desastre pudo llegar a producirse, quienes habían sido sus promotores, sus actores, sus víctimas, y finalmente sus beneficiarios, nos dimos cuenta de que la tragedia de Bhopal, a diferencia de otras catástrofes, no acabó con el accidente, a pesar de los esfuerzos de las autoridades locales por dar carpetazo al asunto.  Dieciséis años después, la intoxicación producida por la inhalación de gases venenosos está presente en los genes de la tercera generación de supervivientes y se manifiesta en malformaciones, raquitismo y enfermedades del sistema nervioso en niños nacidos de padres y abuelos afectados.  Eso sin contar que las secuelas de la tragedia siguen matando de diez a quince enfermos al mes, entre las 120.000 personas crónicamente afectadas.  Insuficiencias respiratorias, toses persistentes, úlceras de la córnea, cataratas juveniles, quemaduras de la piel, estados de debilidad y depresiones no cesan de declararse, sin contar la aparición permanente de casos de cáncer y tuberculosis.  En total, tres de cada cuatro habitantes de la ciudad padecieron los efectos de la nube tóxica.  Como Union Carbide no ha revelado nunca la composición exacta de los gases que se formaron por la descomposición a altas temperaturas del Mic, las autoridades médicas no han podido poner a punto un protocolo de curación eficaz.  Los tratamientos convencionales no proporcionan más que un alivio temporal.

Pero quizás lo más escandaloso de la tragedia de Bhopal es que Union Carbide no ha sido juzgada por el crimen que cometió.  Ni el gobierno indio, que se erigió en único representante de las víctimas, ni los abogados norteamericanos que intentaron defenderlas, fueron capaces de que la justicia del otro lado del Atlántico se declarase competente en una catástrofe que había ocurrido fuera del territorio de los Estados Unidos.  Los defensores de Carbide argumentaron que ningún tribunal norteamericano podía evaluar el precio de una vida humana en el tercer mundo. “¿Cómo determinar los daños causados a gente que vive en chabolas?”, preguntó uno de ellos.  Un periódico se encargó de hacer el cálculo. “Una vida norteamericana vale aproximadamente quinientos mil dólares”, escribió The Wall Street Journal. “Teniendo en cuenta que el producto nacional bruto de la India representa el 1,7 por ciento del producto nacional de los Estados Unidos, la Corte debería indemnizar el fallecimiento de cada víctima india en la misma proporción, es decir con una indemnización de ocho mil quinientos dólares, (un millón y medio de pesetas por persona aproximadamente).”
En enero de 1989, Union Carbide ofreció abonar cuatrocientos setenta millones de dólares de indemnización, casi ochenta mil millones de pesetas, para saldar las cuentas, y a condición de que el gobierno indio se comprometiera a renunciar a toda acción judicial ulterior contra la empresa y su presidente.  La cantidad era seis veces menos que las compensaciones reclamadas inicialmente.  Los abogados del gobierno de Nueva Delhi aceptaron sin embargo la propuesta sin la más mínima discusión.  El juicio no se celebraría nunca.  Las víctimas de la nube tóxica pasaban a ser víctimas de los tejemanejes de sus propios gobernantes.  Todavía hoy, siguen luchando por cobrar la cantidad de Carbide.
Sin embargo para la multinacional, el acuerdo hizo que la cotización de sus acciones en Wall Street subiese dos dólares.  Un alza que permitió a Warren Anderson, presidente de la compañía, anunciar a sus accionistas que la tragedia de Bhopal no había finalmente representado para la empresa más que “una pérdida de cuarenta y tres centavos por acción”.

En 1991, el tribunal de Bhopal citó a Warren Anderson para que compareciera por “homicidio en un asunto criminal”.   No solo no volvió al lugar donde su empresa había sembrado la tragedia, sino que tomó medidas para desaparecer en su propio país.  Hoy nadie sabe dónde se ha refugiado.  La orden de detención internacional que ha emitido la justicia india a través de Interpol ha quedado sin efecto, así como las sucesivas citas para comparecer que las asociaciones de víctimas han presentado en los Estados Unidos.  En absoluto desanimadas, estas asociaciones no piensan tirar la toalla.  Los grafitis «¡Muerte a Anderson!», que repintan incansablemente los supervivientes en los muros de su ciudad, recuerdan que todavía no se ha hecho justicia.

JAVIER MORO
El País, Febrero de 2000

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