BOLIVIA – LAS MADRES DE LA LEY 1.008 (I)

Por sugerencia del gobierno norteamericano, en 1988 Bolivia aprobó la Ley 1008 -Régimen de la Coca y Sustancias Controladas- que busca controlar el cultivo de plantas de coca, al ser la base para fabricar la cocaína. La consecuencia son las 3.000 mujeres campesinas encarceladas en la actualidad: el rostro equívoco del narcotráfico en Bolívia. Esperan un promedio de 4 años encarceladas antes de poder probar o no su inocencia. Y, en la mayoría de los casos, lo son porque lo cultivan desde hace generaciones. En dos entregas, contamos como es su vida y la de sus hijos dentro de estas prisiones.
.

Julia en la cárcel de San Pablo. Quillacollo, Cochabamba.

FOTO  ©   Raquel Cortés Fernández

.

Por Melissa Silva Franco y Raquel Cortés para GEA PHOTOWORDS

.

Julia agradece con la mirada poder contar su historia. Convencida se sienta en uno de los cuatro bancos de madera que existen en toda la cárcel de mujeres San Pablo, ubicada en el municipio de Quillacollo (Cochabamba, Bolivia). Pese a los ruidos entremezclados de la televisión, las conversaciones ajenas y el juego de los niños que también conviven en un salón de no más de 10 metros cuadrados, esta mujer se aferra al delantal que lleva puesto y mientras repasa con los dedos sus dos bolsillos, retrocede en el tiempo para explicar cómo cambió su vida desde aquel 20 de octubre del 2006:

“Yo desde guagüita (niña) trabajaba en el trópico, donde cultivamos plantas de coca todos los que nacemos allí. Pero un día llegó una prima que vive en la ciudad y le pedí ayuda para mis hijitos, porque tengo seis y su padre nos abandonó. Teníamos hambre, mucha hambre. Ella me dijo que la acompañara a entregar mercancía a Argentina y me daría 300 dólares. Yo acepté. Nos fuimos en bus y en Tarija la policía revisó a todos los pasajeros, mi prima me dijo que no la soplara (delatara) si pasaba algo, porque así ella podía hacer algo por mí, sacarme del problema. No la soplé, nunca dije nada, le creí”.

La prima nunca más apareció. Sólo se sabe que pagó 100 dólares para que la trasladaran a una cárcel cercana a sus hijos. Desde aquel día, Julia, de 44 años de edad, comenzó a formar parte de ese grupo de mujeres campesinas que hoy abarrotan las cárceles bolivianas acusadas de cometer el delito de narcotráfico, castigado duramente en la Ley 1008 de Régimen de la Coca y Sustancias Controladas.

La Dirección General de Centros Penitenciarios de Bolivia calcula un 85% de las reclusas de las 54 cárceles del país están sometidas a esta Ley desde el año 1988. Se trata de unas 3.000 mujeres de las zonas rurales que se dedicaban al cultivo de la hoja de coca. En muy pocos casos se ha logrado conocer cuál es el nexo entre ellas con las grandes redes de tráfico de cocaína.

“Son mujeres vulnerables por su situación económica y social, que provienen del campo, que muchas veces no saben hablar castellano porque su lengua indígena es el quechua o el aymara. Y que por una razón u otra, son enterradas en vida a las cárceles bolivianas para justificar el esfuerzo de un Estado en su lucha contra el narcotráfico. Pero, estas mujeres no representan ni un 1% de las verdaderas redes y están en las cárceles simplemente porque no tienen ni cómo pagar un abogado que las defienda de una Ley, que primero las mete presas antes de demostrar si son inocentes o no”, explica la abogada y profesora universitaria Bárbara Ortega.

LEY IMPUESTA POR ESTADOS UNIDOS


El 19 de Julio de 1988, se promulgó la Ley 1008, que entre otras disposiciones busca establecer norma en los cultivos de hoja de coca. Para este efecto, el gobierno boliviano en cooperación con Estados Unidos, identificó las zonas productoras de hoja de coca y las dividió en tres: 1.- Zona de producción tradicional 2.- Zona de producción excedentaria en transición 3.- Zona de cultivo ilegal.

La falta de claridad entre los tipos de cultivo ha provocado que las cárceles reciban a familias enteras, al ser juzgadas por tener hectáreas con siembra de hojas de coca.

El abogado Borja Mapelli en su estudio “Situación de las cárceles en Bolivia” advierte que este es “un país productor de hojas coca con una legislación muy represiva contra el tráfico de drogas, especialmente después de entrar en vigor la Ley 1008. Al igual que en otros países de la región andina, se están obteniendo grandes beneficios de la ayuda externa que el gobierno de EEUU ofrece en su lucha contra el narcotráfico. Esta ayuda se ha venido concediendo, no obstante, a condición de establecer ciertos límites en el ejercicio de los Derechos de las personas y la eficacia de las garantías jurídicas.

Esta ley, promulgada por la ONU, recibe habitualmente críticas desde dentro y fuera del país, tanto por los bolivianos como por las organizaciones internacionales de Derechos Humanos.

El periodista Miguel Vicente asegura que la mayoría de los bolivianos la considera impuesta por EEUU contra la voluntad del pueblo andino, sin tomar, ni respetar la referencia de que Bolivia cultiva las hojas de coca desde hace siglos, por ser materia para medicinas naturales y otros productos de la zona.

El juez Eloy Avendaño explica que  «a pesar de que la Constitución de Bolivia contempla la presunción de inocencia, la Ley 1008 no respeta esta norma constitucional. Aquí es suficiente que alguien diga que le ha vendido a usted unos kilos durante los dos o tres años que dura su proceso ¡Y puede resultar que sea declarado inocente! Además, se fijan unos plazos máximos para el estudio de los casos que ignoran la infraestructura judicial del país, de modo que a los jueces se les acumulan murallas de dosieres».

Esta falta de celeridad en los expedientes es padecida directamente por las mujeres encarceladas, quienes deben esperan como promedio unos cuato años antes de asistir a su juicio. El Estado Boliviano no reconoce esos años, en caso de ser inocentes, por lo que muchas regresan a sus comunidades mucho más pobres y desarraigadas que cuando fueron detenidas.

El ínfimo acceso a la justicia se evidencia desde el momento en que son detenidas y se mantiene en la misma línea por el resto del proceso. El propio Ministerio de Justicia reconoce que actualmente un 77% de las llamadas “Mujeres del 1008” no han sido enjuiciadas, que están encarceladas bajo el estatus de ser simplemente sospechosas de narcotráfico.

LA CÁRCEL DE SAN PABLO


La luz es lo único que no respira entre paredes.

Abrimos una puerta de madera que resuena a bullicio. A voz de mujer. Se llega a una sala, pequeña, con el calor de un horno abrazándote, Papa Noeles colgados a destiempo, vírgenes con la mirada ausente. Un frigorífico familiar sujeta un televisor  que parpadea a ratos con voces que no cuentan nada pero hipnotizan. Una cortina de flores violetas separa el espacio para las llamadas y algunas mujeres simplemente se esconden al otro lado esperando algo. Las paredes son de ese verde que recuerda a los hospitales de otro tiempo, y a veces las biblias ocupan las mesas, colchones y mantas mezcladas con lágrimas naturales.

Y es que basta con entrar a la cárcel San Pablo de Quillacollo para entender que la libertad no es lo único que pierden estas mujeres, cuyas edades están comprendidas entre los 18 y 40 años. No hay rejas, hay paredes, muros. Es una casa vieja, malcrecida.

La vida transcurre en un salón de unos 10 metros cuadrados, en el que está incluida una panadería improvisada, un área para ver televisión y dos mesas entre las que se mezclan la comida y los tejidos. Luego viene el patio central, tan extenso como el salón, donde una hilera de concreto sirve de banco para sentarse y pelar las verduras y hortalizas. Las dos habitaciones recogen a las 23 mujeres y a sus hijos.

En medio del pasillo salen mujeres de los cuartos. Con un cuarto sin ventana y el humo que se escapa a este, se llena de calor entre cuatro literas. Cada cama (con suerte, ya que en algunos casos comparten la cama no sólo con sus hijos sino con otras internas) es el retrato malogrado de cada mujer. Se hacinan triciclos, calendarios, estampitas en la pared, junto con televisores, papeles pintados… Las paredes son armarios sin armario.

Las mujeres se amontonan al sol,  se hipnotizan con el televisor que tartamudea  y los niños se entretienen con las piedras de la pared o buscan en el suelo alguna diversión. Me piden que les tome fotografías con sus niños, enteras, de pie, me insisten. Para poder verse, porque aquí no hay espejo. Después cuando ven la foto se sorprenden viéndose a sí mismas. Sin reconocerse del  todo.

La planta de abajo comienza con los fregaderos tanto de ropa como de cocina. Huele a arroz y papa con jabón. Dejan la mirada reposada en la papa y pelan papas pensando en quien sabe qué. Un baño con dos duchas, ropa que se amontona. La puerta abierta, o la puerta que no cierra enseña el pasillo de los olores que conducen a los cuartos. Un pasillo estrecho se amontona junto a la pared  fogones de hierro con ladrillos. Como un cuadro desordenado.  Pareciera que todo está colocado de tal forma que si uno descolocase algo la cocina entera se vendría abajo. Existen unos diez fogones. Comen de pie mirando el hueco de la luz que entra al pasillo.

La dinámica de estas cárceles, que parecen más una comisaría que un centro de reinserción, se basa en que cada mujer cuando ingresa en prisión, es recibida desde la puerta principal por un Comité de Recepción, compuesto por presas voluntarias de las distintas secciones, que dan protección al mismo sobre posibles abusos por parte de otras, además de informarle sobre las normas que deben respetar en el interior del penal y los derechos de que disfruta. Es el Comité quien colabora con la nueva interna, para que ésta tenga un alojamiento.

Pero el acceso al espacio en el penal no es gratuito (en contraposición con lo establecido por la ley de Régimen Penitenciario en su artículo 22), sino que es un privilegio, y se rige por las leyes del mercado. Conseguir una celda para compartir, en una zona segura y que tenga más o menos ocupación, va a depender de la capacidad económica de la nueva inquilina. En el caso de la cárcel San Pablo, algunas internas confesaron que pagaban alrededor de 480 bolivianos.

En cuanto a los programas de reinserción que está el Estado boliviano obligado a aplicar se desconoce su desarrollo.

Julia lo resume sin rodeos. Comentó que durante el día sólo tejen hasta que les duelen las manos, a fin de hacer prendas para vender o cocinan para ganarse un dinero extra. “Nos entierran vivas, no tenemos otra cosa que hacer. Aquí hay dos palabras que nos acompañan siempre: tristeza y soledad”.

.

Melissa Silva Franco. Periodista venezolana, con estudios en la Universidad de Kalmar (Suecia), Universidad de Barcelona y Universidad de Columbia (EEUU). Su experiencia profesional a lo largo de 10 años de ejercicio periodístico incluye producción audiovisual, coberturas  informativas policiales, Derechos Humanos y justicia en medios impresos, actividad docente y jefatura de corresponsalía en el diario Nueva Prensa. En los últimos años se ha centrado en la investigación sobre Mujer y Cárcel en países como España, Venezuela, Colombia, El Salvador y Bolivia.

Raquel Cortés Fernández. Fotógrafa, realizadora de documentales y operadora de cámara nacida en Vitoria. Se especializa en la fotografía de concepto y creación por EFTI, así como con una formación continua en diferentes talleres de fotografía y escritura creativa de la mano de José Ramón Bas, Francis Tsang, Jorge Nedich o Martin Rosenthal, con quién impartió talleres de fotografía y escritura creativa en la Fundación Ph15 de Argentina entre 2006 y 2007. Trabaja como FreeLancer tanto por encargo como en producción propia, siempre vinculados a trabajos enfocados en los Derechos Humanos.

.

, , , , , , ,

No comments yet.

Deja una respuesta

Leave your opinion here. Please be nice. Your Email address will be kept private.