EL GENOCIDIO DE TEXACO (I)

A finales del pasado mes de septiembre, el gobierno ecuatoriano decidió dar vía libre a la explotación petrolífera en el Parque del Yasuni, un templo ecológico en mitad de la Amazonia considerada por la ONU como una reserva del Pleistoceno. Esta parte del país vive todavía traumatizada por el mayor desastre ambiental del mundo producido por la multinacional petrolera Texaco, hoy Chevron, que provocó la contaminación de los ríos amazónicos y la extensión del cáncer como una plaga interminable. En esta serie de tres reportajes viajamos por esta selva que rodea al Yasuni para mostrar lo que le puede esperar a este pulmón del planeta si las petroleras entran en él.

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Unos obreros trabajan en la limpieza de un vertido de 4.000 barriles de crudo en San Carlos.

Foto © José F. Ferrer

 

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Por Juan Carlos de la Cal, miembro de GEA PHOTOWORDS

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UN `CHERNOBIL´ AMAZÓNICO

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En nuestros viajes a la Amazonia nunca habíamos visto selva tan desguazada. Porque, mientras en otros lugares la mata simplemente ya no existe, aquí se mantiene presente, delgada y desvirgada una vez y otra por intrincado laberinto de tubos, pozos de petróleo, estaciones de bombeo, y depósitos en los que se guarda el crudo para ser enviado por un oleoducto hasta la costa del Pacífico, a 600 kilómetros de aquí. Un Mad Max amazónico, Apocalipsis Now a gran escala.

Viajamos por la Vía Auca,  pista de 119 kms construida por la Texaco que recorre el principal cordón petrolero de la zona de Coca. La otra gran arteria de crudo y madera es la Vía Maxus, abierta por esta compañía y en la actualidad bajo el cuidado de Repsol. Para acceder a esta carretera hay que cruzar el río Napo por un puente metálico construido con desechos y materiales sobrantes de los pozos petrolíferos. Este nombre de resonancias romanas se traduce literalmente como «Camino Salvaje» en lengua quíchua, el idioma común de la región. Quien así bautizó lo hizo pensando en los feroces Aucas, hoy Huaoranis, quienes a su vez lo denominan “Camino de los Cohuori” o comegente», que es la manera de nombrar a los que vinieron a acabar con su añejo mundo. A la población de raíz quíchua instalada por generaciones en la selva se les dice naporunas, gentes del Napo.

A ambos lados de la Vía los colonos ocupan una faja de 8 a 16 kms de profundidad. Allí viven y enferman de contaminación. Las enormes llamas de los mecheros que queman el gas, compañero fiel del petróleo, asoman entre los árboles como apariciones. Son de un amarillo fuerte y arden con brío azotadas por el viento andino que bate estos días la región. La humedad ambiente impide cualquier riesgo de incendio. Es un contraste brutal, intimidador. Impresiona acostumbrarse a conducir entre ésos tubos omnipresentes en las carreteras abiertas por las empresas petroleras, formando parte del paisaje, borrón asumido o mal menor de todo lo que está pasando por debajo.

 

Los indios ya no sueñan

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El navarro Juan Carlos Andueza, actual obispo de Aguarico, nos ilustra acerca de como el progreso puede perturbar algunas costumbres ancestrales de estos pueblos: «Antes los naporunas se acostaban a las 7 u 8 de la tarde y se levantaban antes al amanecer para contar sus sueños. Así, si habían soñado con animales, se iban de caza. Si vieron tormenta, se quedaban en casa. Esos sueños regulaban su día a día y no hacían nada sin consultárselo a su astral. Nosotros teníamos un hermano en la misión que antes de tomar una decisión importante nos pedía que le dejásemos «soñarlo» y que al día siguiente nos contestaba. Y así lo hacía. Pero con la televisión y la radio sus horarios se han alterado y los naporunas ya no sueñan».

Habla al pie de una de las decenas de estaciones de bombeo que existen en la selva que rodea Coca, la Yulebra-1, con 6 pozos y una producción de 3.200 barriles diarios. Hace 10 años, José Guamán, su responsable, dejó la chacra de campesino en su Loja natal y se bajó a la selva para buscarse la vida como petrolero. Y lo consguió. Hoy es el jefe de esta estación, cobra 350 dólares mensuales y tiene a una docena de operarios de Petroecuador a sus órdenes. Al precio actual del barril (70$), de aquí salen todos los días más de 200.000 dólares para el erario de la empresa estatal ecuatoriana. Pero no se queda nada.

En las afueras del recinto encontramos una piscina de desagüe a cielo abierto repleta de crudo. Cuando llueve se desborda y el petróleo se derrama por toda la floresta que la circunda. Parte de ese crudo llegará al río, contaminará el agua y envenenará a todos los que la beban. Es el primer paso de la cadena antibiológica, de contaminación, que existe en Coca. Invirtiendo en tecnología, Petroecuador podría haber evitado todo esto. Pero esta parte de la Amazonía está llena de piscinas así.

Ecuador es el decimoquinto productor mundial de petróleo. Y todo sale del suelo del Oriente. Sin embargo, es habitual que las gasolineras de Coca se queden desabastecidas durante días porque el crudo va directo a una refinería de la costa de Esmeraldas y tarda demasiado en volver. Viendo ese gas ardiendo día y noche en los mecheros, perdido, contaminando el aire, sirviendo de chimenea natural para que los buitres ganen altura con el aire caliente que asciende en remolinos, no se entiende que una bombona de 15 litros se pague en el mercado a no menos de 3 dólares.

«Amo la vida», reza un cartel de Petroecuador colocado en la fachada de otra estación de bombeo. Mientras, la Amazonía ruge con el ruido de las centenares de motobombas instaladas por todos los rincones. Amargo contraste entre el mundo real y el de la propaganda. El tráfico de camiones por las carreteras resuena febril. Hasta hace pocos años eran todas de tierra, pero la perspectiva del negocio ha llevado a las petroleras a invertir bastante en esta infraestructura fundamental. Millones de toneladas de piedras han sido traídas desde lechos de ríos lejanos para reforzar el firme apisonado por enormes máquinas. Ya hay muchos kilómetros asfaltados.

El 119 marca el fin del asfalto de la Vía Auca, que de momento acaba a las puertas del Parque Nacional del Yasuní, Reserva del Pelistoceno, próximo pedazo del pastel donde meter la cuchara. Ya las retroescavadoras abren huecos en la tierra roja. Los indios las llaman maki supay, «la mano del diablo», del asombro que les produce ver la ultramóvil pala destrozando su tierra pachamama.

 

Vertidos

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El río Tiputini es uno de los pequeños afluentes del Napo. Lo de pequeño sólo tiene cabida en este gigantesco escenario porque, en España, podría hacer la competencia a alguno de nuestros renombrados caudales. A su paso por la Vía Auca el río está completamente anegado de crudo. Da penita verlo. Los análisis realizados indican que por su contenido en materiales pesados y sustancias químicas, sus aguas competirían con las que enfriaban el reactor nuclear de Chernobil. Cáncer en vena.

Frente al barracón de madera donde vive José Milton, jefe de la comunidad del Tiputini (40 familias), hay un cartel donde se denuncia la contaminación de éstas aguas: «NUESTROS HIJOS SE ESTAN MURIENDO. ¡NO MAS VERTIDOS POR EL AMOR DE DIOS!.”

Llamamos a la puerta con insistencia pero nadie abre. Por fin, a punto de desistir, oímos una voz preguntando quién es. Renqueante, aparece José, mestizo negro de unos 50 años que apenas puede andar. Tiene la cadera deshecha y no sabe de qué.

– Cada vez hay más gente aquí que padece reumas y dolores en las articulaciones. Antes no era así. Pero llevamos ya muchos años bebiendo ese agua manchada y algo tendrá que ver, creo yo – dice sin atreverse a salir de la puerta. Asegura que muchos compañeros suyos han muerto de cáncer y que él, que ya no trabaja para las petroleras, no tiene dinero para ir al médico ni pagarse medicinas. No nos pide nada.

Estando en Lago Agrio presenciamos un tremendo derrame, y no como testigos de excepción porque, por desgracia, este tipo de accidentes ocurren una vez por semana. La noche anterior se había escuchado una especie de explosión casi de madrugada. Por la mañana en el hotel comentaban que el oleoducto había estallado en algún punto. De tarde ya se sabía dónde: en la Bella Unión de Napo, a cinco kilómetros de San Carlos, municipio a 35 kilómetros de Coca.

Cuando llegamos el petróleo sale a borbotones, ha formado ya un pequeño lago en lo que antes era una charca de agua cristalina. Hedor a crudo insoportable. Verde selvático salpicado de motas negras, como si le hubieran arrojado alguna inconmensurable lata de calamares en su tinta. Hay costras negras y duras en el fondo de una quebrada cercana. «Es del derrame del año pasado», dice un niño con los pies desnudos manchados de crudo. No tiene uñas y está delgado como una anchoa. Alguien dice que su mamá murió de cáncer hace dos años.

 

¡Maldito petróleo!

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Varios operarios, embutidos hasta la cintura en la viscosa tinta, bombean el crudo derramado a unas piscinas de plástico portátiles que luego, a su vez, envían a un camión cisterna. Parece que a la compañía lo único que le interesa es recuperar lo que pueda de su preciado tesoro. Siempre habrá tiempo de esconder la basura debajo de alguna alfombra. Muchos de los derrames se producen porque las tuberías revientan de puro viejas, pero bastantes también se deben a sabotajes intencionados.

La «remediación», como le llaman aquí al proceso de limpieza del terreno, se ha convertido en el gran negocio del oriente ecuatoriano. Las empresas, muchas de ellas norteamericanas, cobran una millonada y contratan al personal local para ello. Poco sueldo y mucho riesgo. Bastantes de los enfermos de cáncer trabajaron en ello. Pero hay muchos otros, todavía sanos, que provocan un derrame para poder ganarse la vida recogiéndolo luego. Además están los «petropiratas», ladrones de crudo que perforan el oleoducto para vender el petróleo en Colombia, donde los narcos lo transformaran en combustible para procesar la droga.

Hasta que los técnicos de Petroecuador consiguen cerrar la herida en el oleoducto, se derraman allí 4.000 barriles. La tierra es propiedad de Washington Costales, una ondulada extensión desmatada para criar ganado surcada por un arroyo que rebalsa en un lago. «En esta charca bebían mis vacas. El río ya estaba contaminado pero tenía esperanza de que diese, por lo menos, para alimentar a mis animales. Pero después de esto todo se acabó», dice compungido mientras asegura que todo lo que le han ofrecido son 3.000$ como indemnización inmediata. Veneno para hoy y hambre para mañana. Lo que está claro es que alguien tendrá que cambiarle el nombre al sitio. O por lo menos quitarle el adjetivo de «Bella».

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Juan Carlos de la Cal, , miembro de GEA PHOTOWORDS, es coautor junto con su hermano del libro “Viaje al traspasado corazón del mundo: rebuscando ELDORADO”, (editorial Manuscritos), un viaje por varios países de la cuenca amazónica en el que se repasa y denuncia el daño ambiental que las multinacionales petroleras, madereras y del agronegocio están provocando al pulmón del planeta.

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