EL GENOCIDIO DE TEXACO (II)

Se llama Pablo Fajardo y por muchos reportajes que le hagan nunca serán suficientes para dar valor a su bravura. Es el abogado del Frente para la Defensa de la Amazonia, (FREDAM), la organización que agrupa a los afectados por la contaminación que dejó la multinacional norteamericana Texaco en la Amazonía ecuatoriana. Tras casi 20 años de lucha judicial, una vez más David venció a Goliat y el Frente consiguió que la actual Chevron tenga que pagar una indemnización de casi 20.000 millones de dólares por los daños causados. A finales del pasado mes de septiembre, el gobierno ecuatoriano decidió dar vía libre a la explotación petrolífera en el Parque del Yasuni, un templo ecológico en mitad de la Amazonia considerada por la ONU como una reserva del Pleistoceno. La historia de Fajardo puede repetirse si nadie lo remedia.

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Pablo Fajardo delante del primer pozo que Texaco instaló en la selva ecuatoriana.

Foto ©   José F. Ferrer

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Por Juan Carlos de la Cal, miembro de GEA PHOTOWORDS

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DON QUIJOTE DE LA SELVA

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Lago Agrio, 100 kilómetros al norte de Coca, en la selva amazónica de Ecuador. Hace medio siglo aquí no había más que selva virgen y tribus en su particular paraíso. Dicen que los primeros extraños en llegar fueron los presidiarios que el gobierno ecuatoriano liberaba a su suerte en viejos barcos por el río Aguarico, acarreados desde otros puntos del país para vaciar las cárceles. Los supervivientes – muchas veces ni siquiera les quitaban las esposas dentro del barco – se instalaban en un canto de selva, raptaban mujeres indígenas e iniciaban una nueva vida.

Cuando la multinacional estadounidense Texaco abrió allí su primer pozo de petróleo – el primero del país también – el 29 de marzo de 1967, nadie se imaginaba la hecatombe que se avecinaba. Aquel día la selva perdió su virginidad para siempre y, como símbolo, nació la negra ciudad bautizada con el nombre de Lago Agrio en recuerdo del poblado texano Sour Lake, donde nació la compañía norteamericana en 1902.

Un bravío macizo serrano de peñas embrumadas marca hacia el norte la dirección por donde pasa la línea del ecuador. Nuestro taxi enfila la Avda. del Amazonas, gran arteria que cruza la parte moderna de la ciudad, llana, lar de bancos, corporaciones, hoteles, organizada en cuadras bien roturadas, con modernos comercios y restaurantes; por fin tuerce a la izquierda hasta llegar a la sede del FREDAM (Frente de Defensa de la Amazonía), donde trabajan los abogados que llevan el juicio de la Texaco.

En la casa de dos plantas un pequeño grupo de personas se mueve febrilmente atendiendo correos, faxes, teléfonos, dentro de un sumario que ya va por los 200.000 folios. Allí nos espera Pablo Fajardo, el corajudo abogado ecuatoriano de 41 años que en abril del 2008 ha recibido en Estados Unidos el premio Goldman, supremo galardón para un luchador ecologista por su labor al frente de esta demanda, considerada actualmente como la mayor del mundo por daños ambientales.

«Texaco extrajo cerca de 1.500.000 millones de barriles de crudo en la Amazonía ecuatoriana en 38 años de operación», nos dice, de un tirón apenas nos ve, Pablo Fajardo. «Perforó 339 pozos en 442.965 hectáreas y vertió toneladas de material tóxico, desechos de mantenimiento y más de 19.000 millones de galones de agua de producción en el medio ambiente, sin ningún tratamiento».

Desde esta trinchera quiteña, equivalente en superficie a medio garaje de la vieja sede de Texaco (Chevron) en Coral Gables (Miami), se trabaja por una sóla cosa: justicia para la selva y para las víctimas de sus depredadores. El primer objetivo es conseguir que la petrolera limpie la floresta, se lleve su crudo derramado, vuelva a hacer potable el agua, que los peces navegen de nuevo por sus ríos, las vacas engorden, el aire recupere su olor a verde húmedo y sus habitantes solo se mueran de viejos. La utopía vale 20.000 millones de dólares.

Fajardo se incorporó al caso recién graduado en la universidad y ha acabado liderando esta lucha del David amazónico contra el Goliat norteamericano. Durante diez años los tribunales estadounidenses, ante la primera decisión de no aceptar la demanda por un presunto delito ambiental cometido fuera de las fronteras de Estados Unidos, fueron estudiando los diferentes recursos presentados por ambas partes. Hace cuatro la Corte Suprema falló en favor de los demandantes y lo que parecía imposible al principio se aproxima a un final imprevisto (no por ello precisamente feliz): que se haga justicia en la Amazonía ecuatoriana.

 

Con las víctimas

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Llegamos en autobús fletado por la Asociación de Víctimas de Texaco, formada por enfermos y sus familias, contaminados por los efectos del petróleo vertido en continuos derrames provocados por la multinacional norteamericana, hoy absorbida por Chevron, pionera en la extracción de petróleo en la Amazonía ecuatoriana. Acompañamos una manifestación de protesta que se celebra en Lago Agrio (martes 3 de julio) delante del tribunal que está juzgando la denuncia interpuesta hace ya 20 años. El conductor pone un CD de música y aprovecha para vender copias a los pasajeros, a dólar la pieza. Las letras de las canciones hablan de olvido, separaciones y últimos adioses: «Tu me salvarías la vida si me hicieras un poquito de caso…» o «si no me llego a morir te doy mi corazón…» Y aunque el amor sea la historia de fondo, cualquiera de ellas podría adaptarse al verdadero sentimiento que late en el corazón de toda esta gente.

El 3 de noviembre de 1993, el Frente para la Defensa de la Amazonía, (FREDAM), que representa a 30.000 afectados, demandó a la empresa estadounidense en su propio país por los terribles daños causados durante cuatro décadas de explotación petrolífera sin ningún cuidado ambiental, período durante el cual casi medio millón de barriles de crudo fueron derramados por diferentes causas en esta tierra, en estos ríos y acuíferos. Faltarían palabras para describir las consecuencias. Hoy una docena de compañías petrolíferas dan continuidad a esta explotación salvaje (entre ellas la española Repsol) y, paradójicamente, quien se lleva la medalla al mayor contaminador es la estatal y anticuada Petroecuador.

Justicia. ¿Puede existir en esta ciudad fronteriza con la mayor zona productora de cocaína de Colombia y sacudida también por los mismos males del país vecino? Tráfico de droga, gasolina «blanca» para procesarla, gas – en Ecuador una bombona vale 1,5 $ mientras que en Colombia cuesta 18 – , incremento fortísimo del sicariato… «Esta zona del país se ha convertido en la Suiza del lavado del dinero de la droga para los cárteles colombianos», asegura el periodista ecuatoriano Jean Bandellini, uno de los pocos en Ecuador que se ha atrevido a encarar el asunto y que ha sido amenazado de muerte por ello.

Apenas una semana antes de nuestra llegada mataron a la jefa de policía de la ciudad. Lo hicieron dos sicarios a los que el dueño de un prostíbulo – hay más burdeles que escuelas – pagó unos 300 euros para acabar con quien le perseguía por tener chicas menores trabajando en su local. Ese es el precio de la vida en Lago Agrio. El periódico del día de la manifestación publicaba en portada la noticia del descubrimiento de unas fosas comunes al otro lado de la frontera con los cadáveres de un centenar de ecuatorianos. Se calcula que hay unos 10.000 trabajando en los cocales de la zona. El juez que tramita el caso de Texaco en la ciudad, musulmán converso, fue ametrallado hace cinco años en su coche. Murió su acompañante. El propio hermano del abogado Pablo Fajardo también pereció asesinado por una bala que iba dirigida a él mismo. Nunca se detuvo al autor ni se supo el motivo. Aunque todos lo imaginen. Esa es una de las razones por las que el letrado todavía se emociona al borde de las lágrimas cuando le preguntamos hasta donde llega su implicación personal en el asunto.

El día de la manifestación de los afectados por Texaco en Lago Agrio, encontramos a Pablo Fajardo andando entre la multitud manifestante con sombrero de paja, abrazado con sus hijos, mesiánico, símbolo del pueblo, especie de Quijote amazónico que aprendió a sortear los molinos llegados del norte. Nacido en una familia extremadamente pobre, fue acogido de pequeño en el colegio de los capuchinos españoles de Coca; logró estudiar una carrera estudiando de noche y trabajando de día en la recogida de la caña de azúcar. Fueron los misioneros navarros los que le inculcaron la defensa de los derechos humanos, con el ejemplo que daban en las comunidades indígenas para dignificar su forma de vida frente a los atropellos de los poderosos.

Así, Pablo se convirtió en el líder de sus compañeros de palmeral.

Es fino, aparentemente frágil y muy emocional. Dicen de él que nunca suda y es el único capaz de andar por un trozo de selva lleno de petróleo y volver con los zapatos limpios. Separado, sus dos hijos viven con la madre en Sacha, una ciudad más segura donde la familia posee una tienda de comestibles. Tiene 12 hermanos, se mueve por la ciudad en bicicleta y siempre va a Quito en el autobús de la noche porque es más barato. Curioso contraste para el abogado de un proceso en el que se baraja una petición de 20.000 millones de dólares para limpiar la zona y en el que la compañía de abogados de Texaco se gasta millones anuales. Su hidalga figura acaba de aparecer en portada de la revista Vanity Fair.

 

EL «rival»

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El rival ecuatoriano se llama Adolfo Callejas, va a todos sitios con una corte de guardaespaldas y es el abogado de Texaco desde hace 35 años, más o menos desde la época en que los norteamericanos llegaban por oleadas en helicóptero a la zona y jugaban al tenis dentro de su campamento base, en cuya entrada un cartel ponía «Bienvenidos a Houston», mientras que el resto de la población sobrevivía sin luz eléctrica. Hasta hace muy poco, antes de que asfaltaran sus calles, tanto en Coca como en Lago Agrio las polvorientas avenidas eran regadas con el agua empetrolada para evitar que se levantase demasiado polvo; cuando hacía calor los zapatos se quedaban pegados al asfalto, el petróleo inmovilizando a la gente en su propia miseria.

– Texaco – acusa Fajardo – abrió cientos de piscinas en medio de la selva donde depositaba los residuos del petróleo, las aguas de formación, provenientes de los estratos geológicos ubicados a miles de pies de profundidad de la superficie terrestre. Es muy caliente y altamente tóxica, con seis veces la salinidad del mar y astronómicos niveles de hidrocarburantes. En Estados Unidos se habría gastado bastante dinero en evacuarlas inmediatamente porque existen varios procedimientos muy sofisticados para ello. Pero el negocio aquí, en Ecuador, consistía en sacar la mayor cantidad de petróleo posible al menor costo. Por eso las abandonaban tal cual. Con la lluvia, las piscinas se han desbordado contaminando ríos y acuíferos. No queda agua sana en toda la zona.

Como todos, Pablo trabajó algunos años en la compañía petrolera, a la par que promovía asociaciones de Derechos Humanos. Una noche fue a por el balde que dejaban para recoger el agua de la lluvia y lo vio negro, porque en Lago Agrio la lluvia cae mezclada con el humo de los quemadores. Entonces dijo basta. Al día siguiente se despidió y marchó a trabajar a tiempo completo en la oficina de Derechos Humanos que él mismo había montado, por 50 dólares al mes. Siguió estudiando, trabajando, defendiendo, creando una familia y acabó su carrera de Derecho. Su doctorado se lo robaron de su despacho de la oficina. Por eso los letrados de Texaco consideraron desde el principio a Fajardo como un «abogado de pueblo», un picapleitos pequeñito.

Se equivocaron en lo segundo.

El asesinato de su hermano y las amenazas de muerte que le acechan continuamente le llevaron a asumir, hace dos años, el liderazgo de los demandantes, náufragos judiciales por los problemas internos del equipo de abogados. La ola de atentados se incrementó. Se extendieron las amenazas a todos sus allegados, las oficinas fueron asaltadas, hubo palizas, intimidaciones… Comisiones Internacionales de Derechos Humanos – la de la ONU entre ellas – hicieron un llamamiento al Gobierno ecuatoriano para su protección. Nada ha cambiado. El hombre sigue alterando sus rutas siempre que puede y mira de reojo cuando va sólo por la calle.

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Juan Carlos de la Cal, , miembro de GEA PHOTOWORDS, es coautor junto con su hermano del libro “Viaje al traspasado corazón del mundo: rebuscando ELDORADO”, (editorial Manuscritos), un viaje por varios países de la cuenca amazónica en el que se repasa y denuncia el daño ambiental que las multinacionales petroleras, madereras y del agronegocio están provocando al pulmón del planeta.

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