LOS CHICOS DEL COBRE

¿Alguna vez os habéis preguntado donde va a morir la ingente basura tecnológica que generamos en el primer mundo? ¿Y el coste no ya económico, sino medioambiental, social y humano de deshacernos cada día de esas miles de toneladas de materiales desechados? El fotógrafo Vicente Albero decidió emprender un viaje en busca de respuestas a Accra, la capital de Ghana, donde una gran parte de la basura tecnológica mundial que entra disfrazada de donaciones al desarrollo es destruida. Fue testigo del final inexorable y oculto de nuestra cadena insaciable de consumo. El resultado es el libro `Kids of Copper´ de pronta aparición.

 

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Dos euros y medio diarios de salario. A cambio son víctimas fáciles de los gases emanados a la atmósfera.  

Foto ©  Vicente Albero 

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LOS CHICOS DEL COBRE 

Por Vicente Albero y Javier Santos Asensi para GEA PHOTOWORDS

 

“Quería ser testigo fiel y directo de lo que parecía ser el mayor cementerio de enseres inservibles de nuestro mundo occidental; y es así como emprendí este viaje, en busca de aquellos objetos desechados, pero también de su poesía, de su belleza inútil, de los paisajes en ruinas que se adivinaban al otro lado de la pantalla. Un viaje que me permitió además indagar en las historias de un buen número de jóvenes también olvidados, abandonados a su suerte en el vertedero de Sikkens, donde malvivían intentando recuperar estos materiales tóxicos que el país importa sin aparente control; un lugar singular en el que todos y cada uno de ellos viven expuestos a condiciones de insalubridad extrema”.

Sikkens es uno de los mayores vertederos de aparatos electrónicos que existen en el planeta situado en el distrito de Agbogbloshie, en la capital de Ghana, Accra. Antes de la llegada de los primeros cargamentos de residuos electrónicos era un gran humedal por el que discurría el río Odaw vertiendo sus aguas y la vida en la Laguna de Korle.

Pero el paisaje comenzó una dramática mudanza con la firma en 1989 del Convenio de Basilea, un tratado internacional que pretendía establecer un severo control de los movimientos transfronterizos de los desechos peligrosos y su eliminación.

Su objetivo era atajar el problema del creciente comercio de productos tóxicos para su eliminación en países con legislaciones laxas, como eran, y siguen siendo en este caso los países del oeste africano. En aquellas fechas un buen número de países, entre los que figuraban los EEUU, el Reino Unido, Japón, China, India, Holanda, Alemania o Dinamarca, firmaron, en un ejercicio de cinismo sin parangón, un tratado de ayuda en la forma de “donación de tecnología” por el que dichos países ofrecerían equipamiento de segunda mano para el desarrollo de Ghana. Estas donaciones se convertirían al cabo del tiempo en un regalo envenenado ya que todos estos objetos usados cada mes, a menudo cedidos en su origen con la mejor de las intenciones, encontraron un camino perfectamente legal para entrar en el circuito de las ventas de bienes usados en el país, ocultando de esta forma la misma triste realidad: vertidos incontrolados de productos altamente tóxicos. En la actualidad, y a pesar de las convenciones internacionales, el puerto de Tema, el más importante del país, recibe entorno a los 600 contenedores repletos de equipos electrónicos obsoletos etiquetados de forma fraudulenta como “bienes de segunda mano”.

 

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600 contenedores con equipos electrónicos obsoletos llegan al puerto de Tema (Accra-Ghana) cada mes.

Foto ©  Vicente Albero 

 

De estos, se calcula que al menos 60 % de los equipos embarcados serán descartados para su venta como producto de segunda mano, con lo que con el tiempo acabarían vertidos en el gran basurero en el que se convertiría este enclave del distrito de Agbogbloshie. Allí, sin ningún tipo de control sobre el reciclado de los materiales, se estableció un dinámico negocio en torno a la compra-venta de las materias primas recuperadas. Niños y jóvenes entre los 7 y los 30 años, a menudo sin escolarizar, se han convertido en los principales valedores de este mercadeo incipiente que terminó por cambiar la fisonomía de la laguna, ya difícil de reconocer. Víctimas fáciles de los gases emanados en la quema de los revestimientos plásticos de electrodomésticos y todo tipo de dispositivos electrónicos, y de kilómetros y kilómetros de cables sin conexión alguna posible. Los escasos 2 euros y medio diario que consiguen de la venta del cobre y el aluminio son el precio de su salud y de su vida.

Nadie habla aquí de los niveles del plomo, de las partículas como el cadmio, mercurio, arsénico y las dioxinas; pero el deterioro medioambiental es un hecho irrefutable que padecen en silencio los jóvenes que allí se buscan la vida. Ya en 2008, científicos ligados a la organización Greenpeace, advirtieron, después de recoger muestras de los sedimentos, del alto grado de contaminación del agua de la laguna y de las partículas en suspensión en las zonas donde se practicaba la quema a cielo abierto. Se queman las envolturas de plástico que liberan el cobre; el aire es espeso, huele a metal y los gases tóxicos desprendidos por la combustión de las placas y componentes electrónicos han envenenado el antiguo asentamiento. En estas muestras, la presencia de plomo era 100 veces superior a las de suelos y sedimentos no contaminados.

Nadie les advierte del veneno que respiran, ni ellos son conscientes del peligro al que se enfrentan; tan solo padecen en silencio el lógico cuadro de síntomas: dolores de cabeza, problemas respiratorios, nauseas, anorexia o insomnio, el primer aviso de enfermedades más severas e irreversibles.

 

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Apolala se sirve de una vara para quemar el revestimiento plástico del cobre que será vendido en Sikkens.

Los humos que se liberan causan serios problemas para el sistema nervioso y respiratorio.

Foto ©  Vicente Albero 

 

Kokomba, la vida en torno al basurero

 

Kokomba es un asentamiento levantado en torno a la laguna de Korle, en el distrito de Agbogbloshie, apenas a 15 minutos andando del centro de Accra. En sus orígenes, en los años ’80 del pasado siglo, fue un campo de refugiados del conflicto entre los Kokomba y Nanumba. En tan sólo una década su lugar lo ocuparía el asentamiento donde los jóvenes de las zonas rurales más empobrecidas del norte del país y de los países vecinos malviven. Es, precisamente la cercanía de la escombrera la que ha propiciado la radical transformación del asentamiento. Poco a poco el vertedero ha avanzado con su lengua voraz de restos de chatarra y desperdicios hasta desdibujar el paisaje de aquel humedal original del que ya nada queda. No obstante, sorprende hallar la vitalidad que encontré en el poblado, donde no faltan talleres, tiendas, baños públicos, zonas para el rezo y, cómo no, las omnipresentes peluquerías.

Kokomba es, en definitiva, una encrucijada de vida y escombros que crece al ritmo de la actividad del vecino vertedero de Sikkens, la huella egoísta de nuestro cotidiano consumismo, del que hemos aprendido a desentendernos y a no sentir vergüenza o responsabilidad alguna.

Sikkens, el mayor de los depósitos de residuos electrónicos de África

Al otro lado del río Odaw, en Sikkens, la jornada comienza al despuntar el sol. La zona es posiblemente el mayor de los depósitos de residuos electrónicos de África. Un observador ajeno sería incapaz de encontrar el sentido a aquel despliegue humano aparentemente caótico: cientos de personas moviéndose inquietamente entre montañas de desechos y restos tecnológicos; un ejército anárquico de hombres golpeando, machacando, aplastando, espachurrando o prendiendo fuego. Pero lo cierto es que en esta sinfonía infernal cada cual ocupa su lugar. Los más jóvenes se dedican a recuperar el cobre y el aluminio de los aparatos electrónicos desechados en el puerto de Tema por los mayoristas de la venta de segunda mano. Mientras tanto, los hombres se ocupan del desguace de la maquinaria pesada y los vehículos, desmontando pieza a pieza los motores y engranajes.

El objetivo final de la cadena es la recuperación de las materias primas, que en el mercado global pueden llegar a alcanzar precios desorbitados para los estándares africanos.

 

 

Vicente Albero Irles. Su vocación le viene de familia: su padre se ha dedicado a la fotografía desde 1955. De él tomó prestada, allá por 1973, su primera cámara, una Boy de 120 mm., y poco después una Retina de 35 mm. En 1987 comienza a viajar por Asia, América, África y finalmente Australia. En 1999, compagina su labor profesional con sus trabajos de autor en una serie de proyectos, que tienen la intención de explorar y recuperar diferentes aspectos del patrimonio local, en paralelo a su búsqueda más introspectiva para tratar de captar el significado del paso del tiempo. En 2014 sale a la carretera una vez más, reanudando su fotografía de viajes y su interés por el fotoperiodismo y la documentación.  

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